Hace poco descubría a este escritor venezolano, Garmendia [1928-2001] y como prometí les iba a dar mi opinión sobre lo leído. Sólo he podido leer una obra póstuma, recopilación de cuentos, Entre tías y putas, Bruguera, 2008. Los cuentos que componen esta obra son muy directos, claros y vuelan sobre un territorio vivido y nos lo hace cercano a los lectores. Recomendable. Transcribo uno de los cuentos por si interesa leerlos, buscaré otro no referido a las tías, sino a las putas, que también hay algunos muy buenos.
NO OFENDÍA A DIOS, PERO LO FASTIDIABA
Sí, es verdad que mi tía Hildegardis no ofendía a Dios, pero lo fastidiaba, dijo mi amigo, con una voz tan semejante a la mía que casi me pareció escucharme a mí mismo. Hildegardis, ese era su nombre aunque parezca extraño continuó convenciéndome ya de que en realidad estaba escuchando hablar a mis propios recuerdos. Pero es que nuestros pueblos americanos, a los que el siglo XX vino a despertar bastante tarde de un sueño medieval, cuando ya el estruendo gobernaba al mundo y nada se pudiera hacer por evitarlo, estos nombres que resonaban en la antigüedad tenían para nosotros sonidos familiares y a veces jocosos; tanto que sólo con repetirlos ahora despiertan olores y sabores de la infancia, asentados en la memoria. Era la tiranía del calendario, que obliga a asumir, sin remisión, el nombre del santo que nos tocaba en suerte… o por desgracia.
Era aquella mujer una de esas solteronas magras, inholladas, a quienes la posición horizontal sólo pudo haberles proporcionado sueños, todos ellos seguramente insípidos. Ella, al igual que toda la casa, compartía su tiempo, por partes iguales, entre la piedad y el trabajo, de lo que se podría descontar un par de horas que pasaban hundidas en el limo de la siesta. Porque la actividad comenzaba en esa morada rústica, sobreviviente de la antigua vida colonial, desde la misma madrugada, poco antes de las cinco, cuando las mozas del servicio, campesinas macizas, se lavaban la cara al sereno, en el agua fría del estanque del patio que había sido regada de jazmines la tarde anterior. Poco después se pilaba el maíz, batiendo el grano en un rudo mortero cavado en el tronco de un árbol. El grano ya descortezado no tardaba en hervir, emblanqueciendo poco a poco en una olla de barro, sobre el fogón de leña formado por tres piedras robustas. Entretanto, volaba sobre el tejado el repique un tanto parlanchín y achispado de las campanas de la iglesia vecina, que llamaban a la primera misa.
NO OFENDÍA A DIOS, PERO LO FASTIDIABA
Sí, es verdad que mi tía Hildegardis no ofendía a Dios, pero lo fastidiaba, dijo mi amigo, con una voz tan semejante a la mía que casi me pareció escucharme a mí mismo. Hildegardis, ese era su nombre aunque parezca extraño continuó convenciéndome ya de que en realidad estaba escuchando hablar a mis propios recuerdos. Pero es que nuestros pueblos americanos, a los que el siglo XX vino a despertar bastante tarde de un sueño medieval, cuando ya el estruendo gobernaba al mundo y nada se pudiera hacer por evitarlo, estos nombres que resonaban en la antigüedad tenían para nosotros sonidos familiares y a veces jocosos; tanto que sólo con repetirlos ahora despiertan olores y sabores de la infancia, asentados en la memoria. Era la tiranía del calendario, que obliga a asumir, sin remisión, el nombre del santo que nos tocaba en suerte… o por desgracia.
Era aquella mujer una de esas solteronas magras, inholladas, a quienes la posición horizontal sólo pudo haberles proporcionado sueños, todos ellos seguramente insípidos. Ella, al igual que toda la casa, compartía su tiempo, por partes iguales, entre la piedad y el trabajo, de lo que se podría descontar un par de horas que pasaban hundidas en el limo de la siesta. Porque la actividad comenzaba en esa morada rústica, sobreviviente de la antigua vida colonial, desde la misma madrugada, poco antes de las cinco, cuando las mozas del servicio, campesinas macizas, se lavaban la cara al sereno, en el agua fría del estanque del patio que había sido regada de jazmines la tarde anterior. Poco después se pilaba el maíz, batiendo el grano en un rudo mortero cavado en el tronco de un árbol. El grano ya descortezado no tardaba en hervir, emblanqueciendo poco a poco en una olla de barro, sobre el fogón de leña formado por tres piedras robustas. Entretanto, volaba sobre el tejado el repique un tanto parlanchín y achispado de las campanas de la iglesia vecina, que llamaban a la primera misa.
Las señoras y niñas de la casa, niñas viejas cortadas antes de madurar y ya irremediablemente secas, no tardaban en salir de sus cuartos vistiendo peinadores blancos, y desde ese momento la actividad iba a extenderse a lo largo del día, en una diversidad de pequeñas, simples o laboriosas tareas domésticas, sujetas a la más severa rutina, pero que, al mismo tiempo, se desarrollaban con la agilidad y la desenvoltura de una escena de teatro; la escena de los preparativos en la pista de circo, donde los uniformados ayudantes exhiben movimientos veloces, inmancables y llenos de obsequiosa destreza.
Así, durante las primeras horas de la mañana, se vaciaban orinales bajo los arbustos del traspatio, se vestían camas, se reponía el contenido de floreros en pequeños altares, se regaban y barrían los pisos de ladrillos con escobas olorosas de espigas de millo, se regaban patios, se aseaban jaulas de canarios y se alimentaban toda clase animales domésticos, y más tarde se entraba a la costura, el olor engomado de las telas, al bordado y al movimiento de las agujas de tejer entrecruzándose como antenas de insectos; y así sucesivamente, mientras en los claros del tiempo, pues éste era suficiente espacioso para permitirlo, se iban introduciendo a solo, a dúo, en concertante, toda clase de jaculatorias, padrenuestros, credos, avemarías, salves y letanías, como si fuesen los números de una ópera italiana; y allí era donde, precisamente, doña Hildegardis resplandecía como una diva. Una diva a veces trágica y alucinada, que corría de una habitación a otra en noches de tormenta, velando espejos y colgando cruces de palma bendita detrás de las puertas.
Pero también, y por allí entra lo curioso del tema, nuestra doñita, en cuanto a rezandera, se reveló a los ojos del vecindario como un genio rústico de la economía. Consiguió envasar la piedad, conservarla y almacenarla convenientemente, a fin de disponer, en ocasiones especiales, de un número suficiente de plegarias y oraciones listas para su aplicación en el momento justo.
Ahora, veamos cómo fue todo. Cada vez que se aparecía algún espacio libre en las rutinas del vecindario, que necesariamente era el mundo, un mundo no especialmente más estrecho ni menos complicado que cualquier otro, Hildegardis ponía a circular una convocatoria por los alrededores. Poco después, iban cruzando, una por una, por entre las hojas del anteportón, las dueñas de nuestro medievo; mujeronas caducas que arrastraban los flecos de sus pañoletas y algunas damas rígidas, hombrunas y malhumoradas, alguna de las cuales se hacía acompañar por una negrita permanentemente asustada, que le llevaba el paraguas y los devocionarios. Todos se encerraban en algún dormitorio, y teniendo a Hildegardis como chantre dan comienzo a una prueba de resistencia, que consistía en entonar un rosario tras otro, sujetándose a los requisitos de unción, afinación y tiempos reglamentarios, hasta haber alcanzado las quince o veinte tiradas por sesión.
A cada pieza terminada, Hildegardis hacía un nudo en un trozo de cuerda. El rosario quedaba allí a resguardo, dormido o en hibernación, pero con todos sus poderes internos en vela, hasta el momento en que se presentara la necesidad: la rotura de un hueso, algún sobresalto cardíaco, un correteo nocturno o cualquier otra tribulación repentina; y entonces sólo era necesario correr a un lugar del corredor donde aguardaba aquella santa disciplina colgada de un clavo, desatar uno de los nudos, ofrecerlo a la necesidad respectiva y luego dejar que la oración liberada volara como un espíritu risueño por toda la casa.
A esto llamaba mi tía Hildegardis, amarrar rosarios.
Así, de pronto, en plena navegación de altura, en mitad del mediodía sereno, se oía gritar a Candelaria, una de las ayas rollizas de la casa:
-¡Doña Hildegardis! Al niño le acaban de brotar paperas, ¿qué hago?
- Ya voy para allá, Candelaria. Mientras tanto, suéltale dos rosarios y encomiéndaselos al Perpetuo Socorro. Yo sigo aquí, terminando de espesar este almíbar.
De Grandes Firmas, Ediciones EFE, Madrid, 1986
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