Pues como me había comprometido a transcribir otro cuendo de Garmendia, esta vez no de tías sino de putas, atendiendo al título de la última obra publicada después de su muerte: Entre tías y putas, Bruguera narrativa, 2008, aquí está el cuento que he seleccionado. Espero que les guste.
PUTECILLA PRIMAVERAL
La habitación no era más grande de lo que podía ser una casa de muñecas; aunque tal vez era poco mayor que cualquiera de éstas, considerando que entrábamos cómodamente la chica y yo, aún hallándonos de pie y desnudos. Esto último no nos hacía mayores, que se diga, puesto que el techo de la habitación, con sus vigas de hierro, peladas, quedaba lejos de nuestras cabezas.
Alcé los ojos a ese techo y le envié un pensamiento en voz baja a una araña casera, que mecía en el aire su desnudo esqueleto, construido al parecer con hilos de su propia tela, y lo hacía con una cadencia risueña como si se propusiera tomar en broma la totalidad de la creación.
En cuanto a la muchacha, debía andar en los treinta, digo yo, sin que por ello su figura hubiera abandonado un aire primaveral, algo nostálgico, es verdad; estropeado, en gran parte; pues era como si todavía llevara puesto el traje y otros aditamentos con los que había representado la alegoría de esa estación mojada en una velada escolar.
Algunas visiones resplandecieron para mí en esos instantes. Por ejemplo, en su cabellera descuidada, de color rojizo natural (porque siendo una nena lloró veinte noches sucesivas, en la toldilla de un barco de inmigrantes que la trajo a América) unos pichones de estornino, ya que la pobre no era más que una pájara vulgaris llena de colorines. Sus axilas despedían un aroma de ramas quebradas.
Debía ser muy avanzada la noche cuando desperté y la vi que salía por la puerta del retrete (un olor a vinagre que era parte del cuarto), casi convertida en una niña de cinco años: su cabeza no sobrepasó la altura de un aro de alambre que hacía las veces de aldaba de la puerta.
Ya esto era bastante sorprendente; pero lo fue más, en extremo, cuando a medida que se acercó a mi cama, su estatura se fue reduciendo todavía más y más.
Me incorporé un poco sobre el codo. Saqué la cara por encima del borde de la cama. Ella llegó a mi lado. Mi respiración entró en sus cabellos.
La araña, que se había descolgado por su hilo y pendía en medio de la habitación como un farol sin vidrios, estuvo observando este acontecimiento con verdadero desencanto. A pesar de que su cerebro no era mayor que un grano de polvo, pensaba: “¿Qué carajo le pasa a esta purecilla idiota?”, o acaso era yo mismo quien ponía estos pensamientos en ella. Uniendo las palmas de mi mano la pequeña figura desnuda que ya no era mayor que una zanahoria pequeña, pero de color menos amarillo, y la coloqué con cuidado encima de la cama.
Me di vuelta y apoyé el mentón en la colcha. Así podía tenerla en medio de mis ojos, y en las mejores condiciones para apreciar cada partícula de su anatomía. Creo que, en adelante, su tamaño llegó a reducirse todavía más, mucho más, y que, por fin, se instaló en mi cerebro, pero ya sin cuerpo.
Era únicamente una ráfaga de la primavera, un aire algo reseco ya de esa estación del año, que en nuestro clima por ser una ficción estática. Ella se había traído de allí en las alas unos recuerdos viejos.
La habitación no era más grande de lo que podía ser una casa de muñecas; aunque tal vez era poco mayor que cualquiera de éstas, considerando que entrábamos cómodamente la chica y yo, aún hallándonos de pie y desnudos. Esto último no nos hacía mayores, que se diga, puesto que el techo de la habitación, con sus vigas de hierro, peladas, quedaba lejos de nuestras cabezas.
Alcé los ojos a ese techo y le envié un pensamiento en voz baja a una araña casera, que mecía en el aire su desnudo esqueleto, construido al parecer con hilos de su propia tela, y lo hacía con una cadencia risueña como si se propusiera tomar en broma la totalidad de la creación.
En cuanto a la muchacha, debía andar en los treinta, digo yo, sin que por ello su figura hubiera abandonado un aire primaveral, algo nostálgico, es verdad; estropeado, en gran parte; pues era como si todavía llevara puesto el traje y otros aditamentos con los que había representado la alegoría de esa estación mojada en una velada escolar.
Algunas visiones resplandecieron para mí en esos instantes. Por ejemplo, en su cabellera descuidada, de color rojizo natural (porque siendo una nena lloró veinte noches sucesivas, en la toldilla de un barco de inmigrantes que la trajo a América) unos pichones de estornino, ya que la pobre no era más que una pájara vulgaris llena de colorines. Sus axilas despedían un aroma de ramas quebradas.
Debía ser muy avanzada la noche cuando desperté y la vi que salía por la puerta del retrete (un olor a vinagre que era parte del cuarto), casi convertida en una niña de cinco años: su cabeza no sobrepasó la altura de un aro de alambre que hacía las veces de aldaba de la puerta.
Ya esto era bastante sorprendente; pero lo fue más, en extremo, cuando a medida que se acercó a mi cama, su estatura se fue reduciendo todavía más y más.
Me incorporé un poco sobre el codo. Saqué la cara por encima del borde de la cama. Ella llegó a mi lado. Mi respiración entró en sus cabellos.
La araña, que se había descolgado por su hilo y pendía en medio de la habitación como un farol sin vidrios, estuvo observando este acontecimiento con verdadero desencanto. A pesar de que su cerebro no era mayor que un grano de polvo, pensaba: “¿Qué carajo le pasa a esta purecilla idiota?”, o acaso era yo mismo quien ponía estos pensamientos en ella. Uniendo las palmas de mi mano la pequeña figura desnuda que ya no era mayor que una zanahoria pequeña, pero de color menos amarillo, y la coloqué con cuidado encima de la cama.
Me di vuelta y apoyé el mentón en la colcha. Así podía tenerla en medio de mis ojos, y en las mejores condiciones para apreciar cada partícula de su anatomía. Creo que, en adelante, su tamaño llegó a reducirse todavía más, mucho más, y que, por fin, se instaló en mi cerebro, pero ya sin cuerpo.
Era únicamente una ráfaga de la primavera, un aire algo reseco ya de esa estación del año, que en nuestro clima por ser una ficción estática. Ella se había traído de allí en las alas unos recuerdos viejos.
De Hace mal tiempo afuera, Fundarte, Caracas, 1986
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