lunes, 1 de septiembre de 2008

LA VOLUNTAD Y LA FORTUNA


Este es el aperitivo de la nueva novela de Carlos Fuentes que aparecerá en octubre. Estamos a la espera de su nuevo trabajo, interesante como siempre. Este fragmento lo he sacado de El País en el suplemento del domingo 31 de agosto.

La voluntad y la fortuna

CARLOS FUENTES 31/08/2008

Carlos Fuentes (panamá, 1928) es el escritor mexicano de mayor proyección internacional. El autor de 'La muerte de Artemio Cruz' y 'Gringo viejo' publica en octubre una nueva novela: 'La voluntad y la fortuna' (Alfaguara). Comienza así:

PRELUDIO

Cabeza cortada

De noche, el mar y el cielo son uno solo y hasta la tierra se confunde con la oscura inmensidad que lo envuelve todo. No hay resquicios. No hay cortes. No hay separaciones. La noche es la mejor representación de la infinitud del universo. Nos hace creer que nada tiene principio, y nada, fin. Sobre todo si (como sucede esta noche) no hay estrellas.

Aparecen las primeras luces, y la separación se inicia. El océano se retira a su propia geografía, un velo de agua que oculta las montañas, los valles, los cañones marinos. El fondo del mar es una cámara de ecos que jamás llegan hasta nosotros, y menos hasta mí, esta madrugada.

Sé que el día va a derrotar esta ilusión. Y si ya nunca más amaneciese, ¿entonces, qué? Entonces creeré que el mar se ha robado mi figura.

El Pacífico es ahora un océano en verdad calmado, blanco como un gran tazón de leche. Es que las olas le han avisado de que la tierra se aproxima. Yo trato de medir la distancia entre dos olas. ¿O será el tiempo lo que las separa, no la distancia? Contestar esta pregunta resolvería mi propio misterio. El océano es imbebible, pero nos bebe. Su suavidad es mil veces mayor que la de la tierra. Pero sólo escuchamos el eco, no la voz del mar. Si el mar gritase, todos estaríamos sordos. Y si el mar se detuviese, todos moriríamos. No hay mar quieto. Su movimiento perpetuo le da el oxígeno al mundo. Si el mar no se mueve, nos ahogamos todos. No la muerte por agua, sino por asfixia.

Amanece y la luz del día determina el color del mar. El azul de las aguas no es más que una dispersión de la luz. El color azul significa que el astro solar ha vencido la claridad de las aguas, dotándolas de un ropaje que no es el suyo, que no es su piel, si es que el mar también tiene piel... ¿Qué cosa va a iluminar el día que nace? Quisiera dar una respuesta muy rápida porque me voy quedando sin palabras que contarles a ustedes, los sobrevivientes.

Si el sol naciente y la noche moribunda no hablan por mí, no tendré historia. La historia que quiero contarles a los que aún viven. Creo que el mar vive y que cada ola que me lava la cabeza siente la tierra, palpa la carne, busca mi mirada y la encuentra, estúpida. O más bien azorada. Incrédula.

Miro sin mirar. Tengo miedo de ser visto. No soy lo que se dice "agradable" de ver. Soy la cabeza cortada número mil en lo que va del año en México. Soy uno de los cincuenta decapitados de la semana, el séptimo del día de hoy y el único durante las últimas tres horas y un cuarto.

El sol naciente se refleja en mis ojos abiertos. Mi cabeza ha dejado de sangrar. Un líquido espeso corre de la masa encefálica a la arena. Mis párpados ya nunca se cerrarán, como si mis pensamientos siguieran empapando la tierra.

Aquí está mi cabeza cortada, perdida como un coco a orillas del océano Pacífico en la costa mexicana de Guerrero.

Mi cabeza arrancada como la de un feto muerto que debe perderla para que el cuerpo acéfalo nazca a pesar de todo, palpite por unos instantes y muera también, ahogado en sangre, a fin de que la madre se salve y pueda llorar. Después de todo, la guillotina primero ensayó su eficacia cortándole la cabeza, no a los reyes, sino a los cadáveres.

Mi cabeza me fue cortada a machetazos. Mi cuello es un tejido que se deshebra a jirones. Mis ojos son dos faros de asombro abiertos hasta que la siguiente marea se los lleve y los peces se metan a mi cabeza por el orificio sacrificial y la materia gris se vuelque, entera, en la arena, como una sopa derramada, perdida en la tierra, para siempre invisible como no sea para abono de turistas nacionales y extranjeros. ¡Estamos en el trópico, carajo! ¿No se han enterado, ustedes que aún viven o creen vivir?

El cerebro dejó de controlar los movimientos de un cuerpo al que ya no encuentra. Mi cabeza abandonó el cuerpo. ¿Para qué me sirve, sin cuerpo, respirar, circular, dormir? Aunque si éstas son las áreas más viejas de mi cabeza, ¿me esperarán nuevas zonas en la parte del cerebro que no usé en vida? Ya no tengo que controlar el equilibrio, la postura, la respiración, el ritmo del corazón. ¿Entro a una realidad desconocida, la que la parte inutilizada del cerebro va a revelarme dentro de poco?

Los guillotinados no pierden la cabeza enseguida. Les quedan unos segundos -acaso unos minutos- para mover los ojos desorbitados, preguntarse qué pasó, donde estoy, qué me espera, con una lengua que, separada del cuerpo, no deja de moverse, locuaz, idiota, a punto de perderse para siempre en el misterio de saber adónde fue a parar mi cuerpo trunco, en vez de fijarse con premura en el deber máximo de una cabeza cortada, que consiste en recrear en la mente al cuerpo y decir: ésta es la cabeza de Josué, hijo de padres desconocidos, en busca de su cuerpo vivo, el que tuvo en vida, el que palpitó de noche y de día, el que todas las mañanas despertó con un proyecto de vida negado, ¡cómo no!, por la imagen del primer espejo de la jornada. Yo, Josué, cuya única preocupación en este instante es no morderse la lengua. Porque aunque la cabeza esté cortada, la lengua busca hablar, liberada al fin, y sólo alcanza a morderse a sí misma, morderse como se muerde una salchicha o una hamburguesa. Carne somos y a la carne regresamos. ¿Así se dice? ¿Así se ora? Mis ojos sin órbita buscan al mundo.

Fui cuerpo. Tuve cuerpo. ¿Seré alma?

PRIMERA PARTE

Cástor y Pólux

Permítanme presentarme. O más bien dicho: presentar mi cuerpo, violentamente separado (esto ya lo saben) de mi cabeza. Hablo de mi cuerpo porque lo he perdido y no tendré otra oportunidad de presentárselo a sus mercedes, o a mí mismo. Indico así, de una santa vez, que la narración que sigue la dicta mi cabeza y sólo mi cabeza, toda vez que mi cuerpo, separado de ella, ya no es más que un recuerdo: el que aquí sea capaz de consignar y dejar en manos del advertido lector.

Bien advertido: el cuerpo es por lo menos la mitad de lo que somos. Sin embargo, lo dejamos escondido en un clóset verbal. Por pudor, no nos referimos a sus inapreciables e indispensables funciones. Dispénsenme ustedes: hablaré con todo detalle de mi cuerpo. Porque si no lo hago, muy pronto mi cuerpo no será sino cadáver insepulto, ave de carnicería, anónimo lomo. Y si no quieren saber de mis intimidades corporales, sáltense este capítulo e inicien la lectura, muy formales, en el siguiente.

Soy un hombre de 29 años de edad y 1,78 de estatura. Cada mañana me miro desnudo en el espejo de mi cuarto de baño y me acaricio las mejillas anticipando la cotidiana ceremonia: afeitarme la barba y el labio superior, provocar una reacción fuerte con el agua de colonia Jean Marie Farina en la cara, resignarme a peinar una cabellera negra, espesa y alborotada. Cerrar los ojos. Negarles a la cara y a la cabeza el protagonismo que mi muerte se encargará de darles. Concentrarme, en vez, en mi cuerpo. El tronco que va a separarse de la cabeza. El cuerpo que me ocupa del cuello a las extremidades, revestido de una piel de color canela pálido y externado en uñas que siguen creciendo horas y días después de la muerte, como si quisieran arañar las tapas del féretro y gritar, aquí estoy, sigo vivo, se han equivocado al enterrarme.

Ésta es una consideración puramente metafísica, como lo es el terror en sus modalidades pasajeras y permanentes. Debo concentrarme en mi piel aquí y ahora: debo rescatar mi físico, en toda su integridad, antes de que sea demasiado tarde. Éste es el órgano del tacto que cubre todo mi cuerpo y se prolonga dentro de él con travesuras anales módicas y permisibles si las comparo con las bromas mayores del género femenino, con su incesante entrar y salir de cuerpos ajenos (la verga del macho, notoriamente, y el cuerpo del niño, sagradamente), en tanto que de mi envoltura masculina sólo salen el semen y la orina por delante y por detrás, igual que chez la femme, la mierda, y en casos de estreñimiento, la hostia profunda del supositorio. Canturreo ahora: "Caga el buey, caga la vaca, y hasta la niña más guapa, echa su bola de caca". Amplias, generosas entradas y salidas de la mujer. Estrechas, avaras las del hombre: la uretra, el ano, la orina, la mierda. Claros y brutales los nombres. Oscuros y risibles los apodos: tubos de Bellini, asa de Henle, cápsula de Bowmann, glomérulo de Malpigio. Peligros: anuria y uremia. Sin orina. Orina en la sangre. Los evité. Todo es al cabo evitable en la vida, salvo la muerte.

Sudé. En vida sudó todo mi cuerpo, con excepción de los párpados y el borde de los labios. Sudé limpio, salado, sin mal olor, aunque sudar y orinar fueron productos humanos, pero distinguibles por la calidad distinta del olor. Nunca necesité de desodorantes. Tuve nobles y limpias axilas. Mi orina sí olió mal, a tugurio olvidado y a cueva sin luz. Mi caca varió con las circunstancias, sobre todo dependiendo de la dieta. La comida mexicana nos aproxima peligrosamente a la diarrea; la norteamericana, al retortijón; la británica, al estreñimiento. Sólo la cocina mediterránea asegura un equilibrio sano entre lo que entra por la boca y sale por el culo, como si el aceite de oliva y el vinagre de Módena, el producto de las huertas del Mediodía, los duraznos y los higos, los melones y los pimientos, supieran por adelantado que el gusto de comer debe compensarse con el gusto de cagar, muy de acuerdo con las prosas de Quevedo: "Más qué quiero que una buena gana de cagar".

En todo caso -en mi caso-, la mierda es casi siempre dura y marrónea, a veces enroscada con estética como las de barro que venden en los mercados, a veces diluida y atormentada por los picantes nacionales: mierda mía. Y rara vez (sobre todo al viajar), reticente y mal encarada.

Sé que con estas diversiones, mis queridos sobrevivientes, estoy aplazando lo más importante. Llegar a mi cabeza. Contarles cómo era mi cara tras dar a entender que las nalgas son, como es bien sabido, la segunda cara del hombre ¿O será la primera? Ya indiqué, al peinarme, que tengo una buena mata india de pelo oscuro y más enraizado que un maguey. Me falta indicar que mis ojos oscuros se hunden en las cuencas de un esqueleto facial casi transparente si no fuese por el disfraz moreno de la piel. (La piel morena esconde mejor los sentimientos que la piel blanca. Por eso cuando se manifiesta es más brutal, aunque menos hipócrita). Resumo: tengo cejas invisibles, boca amable, delgada, casi siempre y sin razón alguna, salvo la de la cortesía, sonriente. Orejas ni grandes ni chicas, apenas adecuadas a mi rostro, en extremo flaco, la piel pegada al hueso, las raíces de la cabellera brotando como matorrales nocturnos que crecen sin luz.

Y tengo nariz. No una nariz cualquiera, sino una probóscide grande, por fortuna delgada, pero larga y fina, como un periscopio del alma que se adelanta a la vista para explorar el paisaje y saber si vale la pena desembarcar o permanecer retraído, debajo del mar de la existencia.

El gran sargazo de la muerte anticipada.

El mar que asciende en breves oleadas, obligándome a tragarlo antes de que llegue hasta los orificios de mi gran nariz, sobresaliente entre la playa y la marea del amanecer.

Soy cuerpo. Seré alma.

Narizón. Nariguetas. Narigudo. Narizado. Pinocho. Tapir. Dumbo (a pesar de ser orejas normales). El alboroto del patio de la escuela no le daba preferencia a los epítetos que me arrojaba la turba de mocosos idénticos en sus uniformes de camisa blanca y corbata azul siempre mal anudada, como si no usar el último botón del cuello fuera el signo universal de una rebeldía dominada al cabo por la doble disciplina del maestro y la religión. Suéter azul, pantalón gris. Sólo en las extremidades lucía esta pandilla escolar su desidia y su brutalidad.




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