Ya está, ya leí la última obra de Daniel Pennac, Mal de escuela. Mondadori, 2008. No podía esperar más porque es un tema que me interesa y como Pennac escribe disparando directamente a la comodidad y al estatismo –en este caso de los docentes- de manera que sus escritos calan profundamente y más en este caso en el que trata la escuela desde el punto de vista del “zoquete” –una de tantas etiquetas- que es él mismo. Es el alumno abonado al “no”. “No sé”, “no puedo”, “no lo conseguiré” son algunas de sus expresiones habituales, porque el “etiquetado” es compartido por la escuela, la familia y asumido por el alumno sin solución de futuro. Aconsejable su lectura, pero especialmente para quienes trabajamos con jóvenes y quienes tienen jóvenes en su casa.
Me permito transcribir algo del texto
El basurero de Djibuti I
Comencemos por el epílogo: mamá, casi centenaria, viendo una película sobre un autor al que conoce muy bien. Se ve al autor en su casa, en París rodeado de libros, en su biblioteca que es también su despacho. La ventana da al patio de una escuela. Jolgorio de recreo. Se dice que durante un cuarto de siglo el autor ejerció el oficio de profesor y que eligió ese apartamento que da a dos patios de recreo como un ferroviario que se instalara, al jubilarse, junto a un apartadero. Luego se ve al autor en España, en Italia discutiendo con sus traductores, bromeando con sus amigos venecianos y, en la altiplanicie del Vercors, caminando, solitario, entre la bruma de las alturas, hablando del oficio de la lengua, del estilo, de la estructura novelística, de los personajes… Nuevo despacho que da, esta vez, al esplendor alpino. Las escenas están salpicadas de entrevistas con artistas a quienes el autor admira y que, a su vez, hablan de su propio trabajo: el cineasta y novelista Dai Sijie, el dibujante Sempé, el cantante Thomas Fersen, el pintor Jürg Kreienbühl.
Regreso a París: el autor sentado ante su ordenador, entre diccionarios esta vez. Siente pasión por ellos, dice. Por lo demás, y es el fin de la película te enteras de que ha entrado ya en el diccionario, el Robert, en la letra P, con la denominación Pennac, que viene de su apellido completo Pennacchioni, Daniel como nombre de pila.
Mamá, pues, ve esa película en compañía de mi hermano Bernard, que la grabó para ella. La mira de punta a cabo, inmóvil en su sillón, con la mirada fija, sin decir palabra, mientras cae la noche.
Fin de la película.
Créditos
Silencio.
Luego, volviéndose lentamente hacia Bernard, pregunta: -¿Tú crees que lo logrará algún día? [págs. 13-14]
[…]
El basurero de Djibuti 3
De modo que yo era un mal alumno. Cada anochecer de mi infancia, regresaba a casa perseguido por la escuela. Mis boletines hablaban de la reprobación de mis maestros. Cuando no era el último de la clase, era el penúltimo. (¡Hurra!) Negado para la aritmética primero, para las matemáticas luego, profundamente disortográfico, reticente a la memorización de las fechas y a la localización de los puntos geográficos, incapaz de aprender lenguas extranjeras, con fama de perezoso (lecciones no sabidas, deberes no hechos), llevaba a casa unos resultados tan lamentables que no eran compensados por la música, ni por deporte, ni, en definitiva, por actividad extraescolar alguna.
-¿Comprendes? ¿Comprendes al menos lo que te estoy explicando?
Y yo no comprendía. Aquella incapacidad para comprender se remontaba tan lejos en mi infancia que la familia había imaginado una leyenda para poner una fecha a sus orígenes: mi aprendizaje del alfabeto. Siempre he oído decir que yo había necesitado todo un año para aprender la letra a. la letra a, en un año. El desierto de mi ignorancia comenzaba a partir de la infranqueable b.
-Que no cunda el pánico, dentro de veintiséis años dominará perfectamente el alfabeto.
Así ironizaba mi padre para disipar sus propios temores. Muchos años más tarde, mientras yo repetía el último curso en busca de un título de bachiller que se me escapaba obstinadamente, soltó otra sentencia:
-No te preocupes, incluso en el bachillerato se acaban adquiriendo automatismo…
O, en septiembre de 1968, con mi licenciatura de letras finalmente en el bolsillo:
-Para la licenciatura has necesitado una revolución, ¿debemos temer una guerra mundial para la cátedra?
Todo dicho sin especial maldad. Era nuestra forma de connivencia. Mi padre y yo optamos muy pronto por la sonrisa.
Pero volvamos a mis comienzos. El menor de cuatro hermanos, yo era un caso especial. Mis padres no habían tenido la posibilidad de entrenarse con mis hermanos mayores, cuya escolaridad, sin ser excepcionalmente brillante, había transcurrido sin tropiezos.
Yo era objeto de estupor, y de estupor constante, pues los años pasaban sin aportar la menor mejoría a mi estado de embotamiento escolar. “Me quedo de una pieza”, “Es para no creérselo”, me resultan exclamaciones familiares, unidas a unas miradas adultas en las que veo perfectamente que mi incapacidad para asimilar cualquier cosa abre un abismo de incredulidad. Aparentemente, todo el mundo comprendía más deprisa que yo.
-¡Eres tonto de capirote!
Una tarde del año de mi bachillerato (de uno de los años de mi bachillerato), mientras mi padre me daba una clase de trigonometría en la estancia que nos servía de biblioteca, nuestro perro se tendió sin hacer ruido en la cama, a nuestra espalda. Descubierto, fue expulsado con sequedad:
-¡Fuera, a tu sillón!
Cinco minutos más tarde, el pero estaba de nuevo en la cama. Solo se había tomado el trabajo de ir a buscar la vieja manta que protegía su sillón y tenderse en ella. Admiración general, claro está, y justificada: que un animal pudiera asociar una prohibición a la idea abstracta de limpieza y extraer de ello la conclusión de que era preciso hacer su cama para gozar de la compañía de los dueños, era para quitarse el sombrero, evidentemente, ¡un auténtico razonamiento! Fue un tema de conversación familiar durante décadas. Personalmente, llegué a la conclusión de que incluso el perro de la casa lo pillaba todo antes que yo. Y creo, incluso, haberle dicho al oído:
-Mañana irás tú al cole, lameculos. [págs. 16-19]
El texto que aquí transcribo es leído en italiano en una presentación de su libro. Por si interesa.
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