jueves, 18 de diciembre de 2008

ELLA BESA DE MEDIO LADO

Ella besa de medio lado

Mariana Palmero

Una vez más me encontraba caminando por la ciudad, mi ciudad, bella en su más perversa depresión. Oscurecía y como era habitual conseguí en mi camino sus huellas, excrementos con firma de hombre, no de cualquier animal, de hombre que actúa en sus más básicos instintos de animal. A tres pasos de aquella firma un niño, le llamaban Jesús, comiendo una arepa de amarilla textura que chorreaba un desagradable hedor. Sus cinco años lo hacían conocedor de cinco técnicas para sobrevivir, robo, ruego, golpes, manipulación y escape. Su más cercano vecino, el anciano lleno de blancas arrugas, babeaba junto a su perro los pocos años de vida que le quedaban. Ese era el camino diario de mi casa al bar de Jacinta, donde descargaba frustraciones frente a una posibilidad alcohólica de infinidad de vasos.

Ese día fue diferente; era el mismo lugar, el mismo olor, el negro en la esquina derecha con sus dos botellas de ron, la vacía y la media bebida. A la derecha el faisán con 12 cervezas que jugaban a ser el centro del tablero y yo, sentado en la tercera butaca de la barra; pero había algo insoluble que minutos más tarde cambiaría la oscura rutina del bar.

Pedía mi cuarto trago, Jacinta siempre tarda en reponer la bebida debido a su ritual: primero te veía a los ojos exigiendo el pago, luego con una habilidad envidiable los contaba sin tocarlos, sonreía para esconder su desconfianza; por último, se traslada al otro extremo del bar entre saltos dirigidos por su única pierna. Finalizado aquel baile de sombría seguridad, hizo entrada una mujer de cabellos lisos hasta la cintura, ojos verdes melancólicos, su cuerpo era frágil como de niña adolescente pero revelaba una fuerza contradictoria en su caminar.

Se acercó a la barra y en su trayecto rozó mi mano, su piel era fría y seca como un hielo que se derrite, le dijo dos palabras al oído de Jacinta y se dirigió al fondo del bar, tomó una guitarra llena de polvo, se sentó en la orilla de una butaca un tanto olvidada y comenzó a tocar.

En una dulce melancolía llena de bemoles dispares, narraba una historia cargada de rabia. Ninguno de los presentes dejó su rutina; el negro debatía entre tres botellas, las 12 cervezas multiplicaron su cuenta y yo en vísperas de mi sexto trago. En ese momento comencé a recordar, había algo en aquella lírica que me hacía volver al pasado, pero mi mente no terminaba de ajustar el recuerdo. Ya terminaba su canción cuando volví a sentir el hielo seco sobre mi piel, esta vez acompañada de una punzada en un costado, fue ahí cuando recordé.

La niña, que cinco años atrás había visto cómo le quitaba la vida a su padre con mis 27 técnicas para sobrevivir, había cumplido su venganza y con la más dulce sutileza volteó mi cuerpo para besarme de medio lado, susurró unas palabras a mi oído y caminó hacia la puerta. Yo, ahora en el piso, con el sexto trago junto a mí, repetía su nombre con aquel olor de un amor olvidado y con el sabor de su beso cerré mis ojos.

Mariana Palmero es una joven escritora venezolana, con una gran sensibilidad. Cuando lees su relato y cierras los ojos percibes los aromas penetrantes del ron y el tintineo de vasos y botellas medio vacías en el bar de Jacinta. Me gustó y por eso lo comparto.

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