miércoles, 6 de agosto de 2008

HIROSHIMA



La hora era temprana; la mañana tibia, apacible y hermosa. Por los ventanales abiertos que dan al sur contemplé distraído el agradable contraste que ofrecían las sombras de mi jardín con el brillo del follaje, tocado por el sol desde un cielo sin nubes.

Yo estaba en ropa interior, tendido cuan largo era en el piso de la sala, exhausto después de pasar la noche en vela en el hospital cumpliendo mis funciones de guardián antiaéreo.

De pronto un resplandor intenso me devolvió a la realidad; luego otro. Con una nitidez inexplicable con que solemos rememorar los pequeños detalles, con esa misma claridad recuerdo que un farol de piedra del jardín se encendió con luz brillante, y aunque me pregunté si se trataría de un fogonazo de alguna lámpara de magnesio o de chispas de un cable de tranvía.

Las sombras del jardín se desvanecieron. El panorama poco antes luminoso y soleado era ahora oscuro, brumoso. A través de los remolinos de polvo pude apenas distinguir el pilar de madera que sostenía una esquina de mi casa: se estaba inclinando, y el techo oscilaba peligrosamente.

El instinto me hizo intentar la fuga, pero una lluvia de vigas y escombros me cerró el paso. A duras penas logré llegar al roka* y bajar al jardín, pero entonces se apoderó de mí una gran debilidad e hice un alto para recuperar mis energías. Sólo entonces noté sorprendido que estaba completamente desnudo. Vaya, ¿qué había pasado con mis calzoncillos y mi camiseta? ¿Qué había ocurrido?

*Vestíbulo exterior que bordea los lados de las casas japoneses que miran al sur y al oeste

MICHIHIKO HACHIYA

Diario de Hiroshima (de un médico japonés) 6 de agosto- 30 de setiembre de 1945

Así empieza este el diario de Hachiya, médico que desde su casa sufre el primer impacto de la bomba atómica arrojada sobre la ciudad. Cada seis de agosto deberíamos sonrojarnos un poco por lo que el ser humano es capaz de hacer. Que no se repita más.



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