martes, 12 de enero de 2010

LA OTRA NAVIDAD I

Tengo que confesarlo públicamente. De la navidad sólo me interesan los días de descanso y el turrón, de almendra molida, si es posible. No digo nada de la familia y esas cosas, que van por otro camino y no dependen de las fiestas navideñas.

Bueno, pues con la perspectiva que marcan estos intereses, encaraba yo estas navidades que iban a tener turrón, descanso y un viaje, pero como uno dispone, crea expectativas y el destino o no se sabe qué dispone, el panorama cambió radicalmente y así el día 23 de diciembre salí de casa temprano, llovía, no mucho y cumplí con algunas obligaciones, pocas con lo que regresaba caminando, tranquilo, pensando en no sé, después de comprar el periódico, pero, ahí entre las 10’30 y las 11’00 comenzó para mí la otra navidad.

Y comenzó de la manera más tonta y más simple que uno se pueda imaginar: una caída de culo, mis posaderas en el suelo de una acera mojada. En una fracción de segundo el día, y los días que iban a venir se torcieron. En esa fracción de segundo, cuando la recuerdo, me veo en el aire y dando contra el suelo. El dolor que sentí en la columna no lo puedo describir, no sé con qué compararlo, pero fue insoportable. Grité, me llevé una mano a la espalda donde sentí el crujido y la otra a los pies para comprobar si los sentía, reconozco que me dio miedo la posibilidad de perder la movilidad de los pies.

¿Qué pasó? Pues, en el suelo, lloviendo, un dolor insoportable, gritando mucho, seguro, palpando mis pies y pensando en las personas que quiero y cómo les iba afectar aquello, era un torbellino de cosas que pasaban por mi mente de forma desordenada, caótica, más bien. Los gritos alarmaron a algunas personas que pasaban por allí, que se acercaron y me prestaron ayuda, especialmente a una mujer, no sé quién es, pero tomó la iniciativa, llamó a urgencias y tuvo la serenidad suficiente para que, entre gritos producidos por el dolor, le dijera cómo localizar a mi familia, coger mi teléfono del bolsillo y llamar a mi hijo. No sé quién era, no me acuerdo de su cara, algo de su voz y que vestía de oscuro. Ya estaba identificado

¿Y cuánto tiempo había pasado? Para mí una eternidad, el dolor no cesaba, no podía pensar con claridad y una y otra vez me venía la idea de la incapacidad. No lo podía remediar. No pasó mucho tiempo, quince o veinte minutos tirado en el suelo, seguía lloviendo, el dolor no remitía, apretaba alguna mano, escuchaba palabras de aliento, alguna caricia en la frente y las quejas y las quejas por la tardanza de los servicios de asistencia. Todo se mezclaba, las palabras se cruzaban, el dolor, mojado hasta que mi hijo me tapó con una manta. En aquel momento lo que deseaba era desaparecer, hacerme invisible y que la vida continuara sin mí en aquel lugar.

Por fin llega la asistencia, muy profesionales quienes me atienden, me preguntan, palabras de aliento y me mueven hasta la ambulancia y camino del hospital, casi podría contar los socavones, más preguntas del trócolo. Aunque cuando me preguntan por las alergias les digo que sólo a la monarquía, eso contribuye a relajar la tensión. No dura mucho el recorrido y ya estamos en el Hospital universitario de Canarias [HUC]. Primera vez en 55 años que tengo que visito un servicio de urgencias como paciente.

Ya estoy dentro, me cambian de camilla y veo estrellas de todos los colores, sigo mojado y se repite el protocolo, más preguntas y palabras de aliento de quienes me han traído. Ya en la camilla del servicio de urgencia aparcado en el pasillo, casi en la entrada, no me muevo ni lo más mínimo, tengo un lugar un poco cotilla, ya que por estar tan cerca de la entrada me entero de todos los que llegan, la hija que lleva al padre, ésta habla con alguien, médico, enfermera sobre alcoholismo esquizofrenia, intento de suicidio, no quiero enterarme, pero…; la señora que se cayó en la calle; otra que le pasó lo mismo desde una escalera mientras decoraba el árbol de navidad; el accidentado de un coche que ha dado vueltas de campana; la joven con un problema en un ojo. En fin, no quiero, pero me siguen llegando retazos de las historias de los recién llegados.

Sigo esperando, he perdido la noción del tiempo, vuelve la enfermera para interesarse por el dolor y mejor me dice que debo ponerme un calmante, todavía no ha llegado el médico. Siguen los ingresos y las historias de cada uno de ellos.

Por fin llega una doctora, de nuevo se repiten las preguntas y ahora empieza a la exploración. Acierta el lugar donde más me duele. Me acuerdo de la película Marathon man, por lo del dolor. Radiografías y volverá de nuevo. Ahora esperar, espera que se dilata mucho hasta que oigo mi nombre, una auxiliar me lleva a rayos, en el recorrido compruebo que el pasillo está lleno, no hay aparcamiento. La “sesión fotográfica” no dura mucho, pero me cuesta pasar de la camilla a la mesa de rayos me arrastro con la ayuda de una doctora que me “presta” su brazo para sujetarme. Esto dura poco, de nuevo a la camilla y al pasillo, aparcado en el mismo lugar.

Para entretenerme y no oír las historias de los recién llegados, de los que quieren cambiar el turno busco en los azulejos de la pared, no sé qué; los fluorescentes y una persiana que tengo cerca son la distracción. Pasa el tiempo y la doctora que me valoró pasa una y otra vez, la veo, pero que ella no me ve mí. No sé nada de las radiografía. Ya son casi las dos y el turno va a cambiar, espero que me diga algo antes de marcharse. Por fin me decido y la llamo: “oiga joven”, sigue caminando y me contesta que tiene que hablar conmigo, por fin, no soy invisible.

No repito lo de pasa el tiempo, pero pasa y llega el cambio de turno, más actividad, ahora se suma la de los trabajadores, unos entran otros salen, día 23, previa de la Nochebuena, despedidas, felicitaciones, sin querer me entero de los que desean cambiar el turno, de los días de descanso que tienen otros, de lo que se van a poner mañana, con quien van a cenar, lo que van a cenar, en fin. Ahora aquel lugar es actividad casi frenética, los que van llegando en camilla tienen que esperar a que se haga el relevo, terminen las historias. Como he perdido la esperanza de ver a la doctora, ya no pasa tengo la impresión que esto se va a prolongar. Casi al vuelo cazo a la enfermera del calmante y le pregunto. Se va apurada, termina su turno y se extraña de que la doctora no haya hablado conmigo, pero me dice que tengo que hacerme otra prueba. Esto va para largo.

Continuará....

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