Si nada se tuerce en los próximos días podré visitar el campo de concentración de Sachsenhausen. No, no lo haré como un turista consumidor de lugares del terror en el mundo, tampoco lo haré como un simple turista insensible, ajeno a un pasado que ha doblado hasta casi fracturar lo que la Ilustración forjó con mucho esfuerzo, dolor y sangre, mucha sangre derramada por alcanzar unos derechos.
Mi visita a un lugar como este tiene mucho que con las lecturas, con lo que me han transmitido Primo Levi, Boris Pahor, Jean Améry, Aharon Appelfeld, entre otros, muchos, que describen lugares de horror, creados para eliminar a seres humanos.
Confieso que mientras he leído sus relatos se me encoge el estómago hasta el punto de tener que dejar la lectura porque la congoja me impide continuar. Son relatos que si tienen un denominador común, éste pasa por conseguir trasladar al lector las sensaciones de dolor, de hambre de considerarse muerto en vida, y aún así intentar sobrevivir sacando fuerzas de donde no las hay. Todo esto lo he vivido en mis lecturas, igual que las descripciones que hacen de esos lugares inmundos, sin embargo no me resisto a ver con mis propios ojos un lugar así.
Es verdad que estos lugares se han banalizado, se han convertido en un lugar más en una ruta turística y hay ocasiones que ocurre lo que le ocurrió a Boris Pahor cuando al cabo del tiempo volvió al campo donde había estado encerrado, Natzweiler-Struthof, y se había encontrado cara a cara con el horror y la aberración más inconcebible de nuestra historia, tal y como la cataloga Claudio Magris en el prólogo de Necrópolis de Boris Pahor.
Estoy seguro que no me va a pasar como lo que relata el propio Boris Pahor en su ensayo Necrópolis cuando visitaba de nuevo el campo después de muchos años y coincidió con un grupo de turistas. Lamentable, pero cierto.
“La gente está dentro del barracón, de manera que el lugar en este momento está solitario, y las escaleras a la izquierda y a la derecha se elevan torpemente hacia la primera terraza y hacia el cielo blanco y azul celeste. Y así ha de ser, porque no tengo ganas ni de conversar ni de palabras, ni de gente. Sin embargo, sé que acabo de agudizar el oído para escuchar sus gritos sofocados, preparándome para resistirme a sus suspiros e inclinaciones de cabeza, como también a sus observaciones tranquilas y serenas. Hace poco dentro de la multitud, una voz femenina ha preguntado: Qu’est-ce que c’est ça? Y una voz masculina ha respondido: Le four. Y la voz femenina de antes ha dicho: Les pauvres. Todo estaba lleno de gente que se ponía de puntillas para ver las cenizas y los pequeños huesos en las vasijas, mientras yo seguía sin comprender cómo puede alguien al lado de un horno tan grande preguntar qué es; pero esta imprudencia a la vez me tranquilizaba porque me confirmaba realmente que el ritmo con que se despierta la conciencia humana es desesperadamente vago. Esto significa que estaba casi satisfecho al saber que nuestro mundo del campo de concentración es intransmisible, aunque no puedo decir que este conocimiento me haya apaciguado [ob. cit. pág. 68]
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