lunes, 2 de julio de 2007

RECOMENDACIÓN


Indagando por esas páginas que aparecen en revistas y periódicos veo la referencia de un escritor y periodista, o al revés, colombiano llamado Héctor Abab Faciolince. Hasta ahora no he leído nada de él, pero quien me lo recomienda es de fiar, es mi hijo y lo es no porque sea mi hijo sino que tiene gusto y criterio suficiente para avalar las recomendaciones que hace. Es columnista del semanario Semana. com y como muestra va el artículo que aparece en el último número, que además trata un tema muy interesante: Vivir en la Ciudad, que ya comentaremos.

Desprecio de la ciudad y alabanza del campo

Según estudios serios, en los proyectos de vivienda popular donde se incluyen parques hay un 7 por ciento menos de delitos.

Por Héctor Abad Faciolince

De acuerdo con un documento de la ONU, antes de un año la mayor parte de la humanidad dejará de ser campesina. Según la proyección de los censos mundiales, dentro de poco, por primera vez en la historia del mundo, vivirán más personas en ciudades o en pueblos grandes que en el campo. Pasamos de vivir todos en el campo, en la prehistoria, y nos encaminamos a vivir todos en las ciudades, si la tendencia no cambia. La noticia es mucho más trascendental que nuestros odios políticos o que los crímenes de nuestros hampones de la ciudad y del campo.

Yo no sé si esto sea bueno o malo para el mundo, conveniente o pernicioso para las personas. Lo que sí sé es que vivir en el campo o en la ciudad son cosas tan distintas como el día y la noche, y que lo más común es que quienes viven en la ciudad tengan nostalgia por los deleites del campo, y que quienes viven en el campo sientan añoranza por las comodidades citadinas. Esta incoherencia no debe extrañarnos; en el fondo del corazón humano se agita una pasión que no se apaga y que podría llamarse la insatisfacción perpetua.

Estas ansias de cambio no son nuevas. Ya Antonio de Guevara, en su célebre Menosprecio de corte y alabanza de aldea, de 1539, escribió lo siguiente: "El estado que los otros tienen aprobamos y a nuestra manera de vivir condenamos. Velamos por alcanzar una cosa y desvelámonos por salir luego de ella. Imaginamos que viven todos contentos y que solos nosotros somos los desdichados, y lo peor de todo es que creemos en lo que soñamos y no damos fe a lo que vemos". Los del campo consideran felices a los de la ciudad, y viceversa.

Yo nací en una ciudad y me he pasado toda la vida viviendo en ciudades, pero desde que tengo memoria no he hecho otra cosa que preguntarme si no sería mucho mejor irme a vivir al campo. Un poeta italiano, Giovanni Giudice, ha expresado este sueño con mejores palabras: "Los nidos, los huevos de dos yemas… no aquí, en otra parte, donde atraviesan la calle, de un bosque a otro, las ardillas, y la vida está cerca, el tirano invisible, y los hombres conversan sin afanes".

Pero ¿por qué seguimos en la ciudad? Los que escapan del campo nos lo dicen: allá se aburren. No hay cine, no hay televisión, la escuela queda lejos y de universidad ni siquiera se habla. En la ciudad hay más tipos de trabajo, menos mal pagados, y se encuentra uno con más gente para buscar novia, marido o esposa. Los del asfalto y el cemento añoran el olor a boñiga; los de los bosques sueñan con una biblioteca, con un bar o con un acueducto. La ciudad neurotiza, dicen los unos. El campo idiotiza, dicen los otros. Y esto por no hablar de lo que es más inseguro: si una calle en Ciudad Bolívar o un potrero en el Magdalena Medio.

La tendencia, repito, es a ocupar las ciudades y a abandonar el campo. Los alimentos los producen cada vez menos campesinos con azadón y cada vez más industrias agrícolas con obreros que pasan la noche en ciudades cercanas a los sembrados industriales. Los pequeños agricultores, una especie en vías de extinción, tratan de resistir, pero salvo algunos cultivos posibles a escala familiar (vino, aceite, café, ciertas frutas) sucumben a la técnica que se suele llamar progreso.

¿Cómo vivir, entonces, en nuestras ciudades alejadas del campo? Una respuesta, tal vez, la tenga Berlín, la más campesina de las capitales del mundo. Berlín fue, durante 30 años, una ciudad-isla, una ciudad sin campo, y los habitantes de la parte occidental, rodeados de Alemania oriental, no podían ir al campo, no podían salir de la urbe (salvo un viaje en avión o por una autopista de cientos de kilómetros). La solución para la sed de volver a la naturaleza fue construir una ciudad verde: llena de parques, bosques y en general silenciosa como las montañas. A Berlín oriental, en cambio, donde sí podían salir al campo, la hicieron menos verde.

Richard Conniff cita algunos estudios de ecología urbana según los cuales para la salud física de los individuos y para el bienestar social de los ciudadanos, pocas cosas son tan benéficas como una ciudad verde. No podemos olvidar nuestro pasado milenario (venimos de los árboles y de la sabana, del campo abierto, de la orilla de los ríos). Hay un entorno ambiental que nos vuelve menos malos. Según estudios serios, en los proyectos de vivienda popular donde se incluyen árboles y parques hay un 7 por ciento menos de delitos que en las urbanizaciones sin árboles.

El hacinamiento daña, la falta de aire y de espacios verdes saca de nosotros lo peor. Entonces haría más por su ciudad un alcalde que reservara espacios verdes y plantara árboles, que un alcalde de esos que llenan las plazas de cemento. Los parques de las grandes ciudades europeas eran los cotos de caza de los nobles. Nosotros todavía tenemos una opción: los cotos de juego de este país sin nobles, o donde los nobles se llaman ricos: sus campos de golf. Hay que comprarlos, antes de que sucumban a la especulación inmobiliaria.

Semana.com ©2000.

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