sábado, 28 de febrero de 2009

MARRAKECH

MARRAKECH FEBRERO 2009 [Primera parte]


MARRAKECH FEBRERO 2009 [Segunda parte]

Domingo Badía y Leblich (1717- 1818) conocido como Alí Bey, aventurero, arabista y espía, viajó a lugares que hasta su llegada no habían sido visitados por un occidental. En las descripciones de sus viajes destaca Viajes por Marruecos y en la edición de Salvador Barberá Fraguas, BSA, 1997. De esta obra he entresacado algunos párrafos que ilustran de un viajero a comienzos del siglo XIX que llega a una ciudad en la que permanece algún tiempo. Para conocer una ciudad hay que vivirla, tal y como afirma Claudio Magris en el prólogo de Viaje a Portugal de José Saramago. No pretendo que los textos de Alí Bey sean definitorios de una realidad actúala, pero creo si ayudan a entender cómo y en qué se notan los saltos en el tiempo de esta ciudad, ciudad que conserva mucho de su pasado y busca entrar en el futuro construyendo alrededor de su casco antiguo una ciudad moderna. Tampoco me creo con los datos suficientes para enjuiciar o valorar la evolución de la ciudad y mi pretensión es dar algunos textos referenciales y las imágenes de una visita apresurada, pero intensa.

Claro que para hablar de Marrakech y de la Xemaá-El-Fná o Jemaa el Fna como plaza que es Patrimonio Oral de la Humanidad la voz autorizada es la de Juan Goytisolo que vive la ciudad desde hace muchos años. Claro que ha cambiado la plaza, que no nace como tal, sino explanada casi en el exterior de la ciudad vieja. Era el lugar donde se exponían los cadáveres de los ajusticiados, pero le queda lo esencial que sólo se puede describir cuando se vivido como lo ha hecho Goytisolo, los visitantes temporales sólo nos quedamos con lo superficial, con lo efímero, pero aún así este sitio tiene vida propia y cambia su ritmo a lo largo del día llegando a ser casi frenético al oscurecer donde los aromas, los sonidos, el ir y venir de las personas, los gritos de quienes se reclaman para comer en su puesto, las llamadas de quienes te ofrecen los tatuajes en jena, la mejor oferta en cuero o cualquier artículo de artesanía que es objeto de transacción después del regateo. No creas que eres un experto porque al final acabas cediendo, como cedes cuando callejeas y tienes la típica cara de despistado y plano en mano intentas orientarte en un lugar donde la línea recta no existe y donde las calles son del ancho de alguna de las aceras de nuestras calles, por las que circulan además carros, motocicletas y bicicletas sin que aparentemente pase nada. Después de haber hecho muchos kilómetros por esas calles estrechas no he recibido el más mínimo golpe, roce o empujón. Es verdad y han sido muchas horas en esa maraña de calles.

La cara de despistado hace que aparezcan los “guías”, que ellos afirman que no lo son, que van en tu mismo camino porque tienen un pariente, padre o madre son los más socorridos en el mismo lugar al que tu vas y ellos, además te van a llevar a ese lugar único, porque ese día es el único de la semana en la que los hombres de las montañas, los bereberes vienen a comprar, a la subasta, a lo que se tercie. Siempre ese día es el único día. Al segundo día te has aprendido la retahíla, pero caes y lo sabes, pero tampoco pasa nada, como tampoco pasa nada si no aceptas su “ayuda”. Estos “guías” son respetuosos, te dan la bienvenida, aficionados al fútbol y todos, al parecer, tienen a alguien viviendo y trabajando en España. El rey Juan Carlos tiene buena prensa entre los comerciantes y tiene la imagen de un “conseguidor”. Bueno tampoco es cuestión de que eso sea tema de polémica.

En fin aquí les dejo con algunos párrafos de Alí Bey y después un texto de Juan Goytisolo que nadie mejor que él describe y vive Marrakech, pero especialmente la Plaza.

La ciudad de Marrakech o Marruecos, antigua capital del reino de este nombre, arruinada por una continuación de guerras desastrosas y despoblada, además, por los azotes de la peste, no es hoy día sino sombra de su esplendor antiguo […].

Como las murallas que forman el recinto de la ciudad han sobrevivido a los estragos del tiempo y a la mano de los hombres, dan testimonio de su antiguo esplendor. Abrazan una circunferencia de tres leguas y ese espacio y ese espacio está en parte cubierto de ruinas o transformado en jardines […].

Las calles de la ciudad son muy desiguales en anchura, de la suerte que una misma calle se ensancha y se estrecha de un modo un modo singular varias veces. Los accesos a las casas un poco grandes son casi siempre callejones tan estrechos y tortuosos que con dificultad puede pasar un caballo; ello facilita la defensa individual de las grandes revoluciones populares y frecuentes guerras de los scherifs para la sucesión del trono […].

El tipo de arquitectura empleado en Marruecos es el mismo que en otras ciudades del imperio, es decir, se componen las casas de un patio, con galerías alrededor, y salas largas y estrechas contiguas a ellas que no tienen otra luz que la que entra por la puerta […].

La ciudad de Marrakech contiene muchas plazas o mercados que al igual que las calles no están empedrados ni arenados, lo cual los hace en extremo incómodos, en tiempo de lluvia por el lodo y a casusa del polvo en tiempo seco […]

Entre el crecido número de mezquitas de marruecos se distinguen seis grandes, entre las cuales las principales son: El Kutubia, El Moazinn y la de Benius. La mezquita del El Kutubia se halla aislada en medio de un gran espacio descubierto, su arquitectura es elegante y su alminar, que es altísimo, […], cuenta con seiscientos cincuenta y dos años de construcción; es muy capaz, pero presenta una extraña mezcla de arquitectura antigua y moderna porque la mayor parte ha sido reedificada […].

La judería, o barrio de los judíos, con su cerca particular de casi media legua de circuito, está entre el palacio y la ciudad. Este barrio está medio arruinado como los otros, y únicamente hay allí un mercado bien surtido. […] Trátanlos con el mayor menosprecio; su traje es negro, y de la apariencia más miserable, el mismo que en Tánger. Su jefe que parece hombre de bien y vino a verme varias veces […]

Antiguamente rodeaban la ciudad de Marrakech jardines y plantaciones que se extendían a mucha distancia. Para regarlos se conducía el agua de millares de fuentes del Atlas por medio de canales y arroyos descubiertos y por acueductos o grandes conductos subterráneos, ahora sólo quedan las ruinas de obras tan vastas […]. Descúbrese desde Marrakech la cadena de los mont5es Atlas, en los cuales la nieve ocupa la cuarta parte de la altura […].

Los víveres son aún más baratos en Marrakech que en Tánger o Fez. La desgraciada ciudad, casi despoblada por las guerras y la peste, presenta un cuadro tanto más triste, cuanto que no hay la menor sombra de comercio […] LA El Caisería de Marrakech no tiene comparación con la de Fez, pero los árabes de las montañas vecinas acuden allí a hacer sus compras, lo cual anima a algún tanto el mercado. Dichos montañeses tienen todos la talla pequeña, están flacos, tostados del sol y su aspecto es repugnante. Conocénlos con el nombre de brebes y forman una nación aparte, aunque los más de ellos hablan el árabe tan bien como los otros habitantes, se sirven de un idioma que nada se parece a aquél, excepto en las expresiones que son tomadas del mismo […]

La Plaza de Marraquech
patrimonio
oral de la humanidad

Juan Goytisolo

Como muestra Bajtín en su admirable estudio sobre el mundo y la obra de Rabelais, hubo una época en la cual lo real e imaginario se confundían, los nombres suplantaban las cosas que designan y las palabras inventadas se asumían al pie de la letra: crecían, lozaneaban, se ayuntaban y concebían como seres de carne y hueso. El mercado, la plaza, el espacio público, constituían el lugar ideal de su germinación festiva. Los discursos se entremezclaban, las leyendas se vivían, lo sagrado era objeto de burla sin cesar de ser sagrado, las parodias más ácidas se compaginaban con la liturgia, el cuento bien hilvanado dejaba al auditorio suspenso, la risa precedía a la plegaria y ésta premiaba al juglar o feriante en el momento de pasar el platillo. El universo de chamarileros y azacanes, artesanos y mendigos, pícaros y chalanes, birleros de calla callando, galopines, chiflados, mujeres de virtud escasa, gañanes de andar a la morra, pilluelos de a puto el postre, buscavidas, curanderos, cartománticas, santurrones, doctores de ciencia infusa, todo ese mundo abigarrado, de anchura desenfadada, que fue enjundia de la sociedad cristiana e islámica -mucho menos diferenciadas de lo que se cree- en tiempos de nuestro Arcipreste, barrido poco a poco o a escobazo limpio por la burguesía emergente y el Estado cuadriculador de ciudades y vidas es sólo un recuerdo borroso de las naciones técnicamente avanzadas y moralmente vacías. El imperio de la cibernética y de lo audiovisual allana comunidades y mentes, disneyiza a la infancia y atrofia sus poderes imaginativos. Sólo una ciudad mantiene hoy el privilegio de abrigar el extinto patrimonio oral de la humanidad, tildado despectivamente por muchos de «tercermundista». Me refiero a Marraquech y a la plaza de Xemaá-El-Fná, junto a la cual, a intervalos, desde hace veinte años, gozosamente escribo, medineo y vivo.

Sus juglares, artistas, saltimbanquis, cómicos y cuentistas son, de modo aproximativo, iguales en número y calidad que en la fecha de mi llegada, la de la visita fecunda de Canetti y la del relato de viaje de los hermanos Tharaud, redactado sesenta años antes. Si comparamos su aspecto actual con las fotografías tomadas a comienzos del Protectorado, las diferencias son escasas: inmuebles más sólidos, pero discretos; aumento del tráfico rodado; proliferación vertiginosa de bicicletas; idénticos, remolones, coches de punto. Los corrillos de chalanes se entreveran aún con la halca entre el humo vagabundo y hospitalario de las cocinas. El alminar de la Kutubia tutela inmutable la gloria de los muertos y existencia ajetreada de los vivos.

En el breve segmento de unas décadas, aparecieron y desaparecieron las barracas de madera con sus despachos de refrescos, bazares y librerías de lance: un incendio acabó con ellas y fueron trasladadas al floreciente Mercado Nuevo (sólo los libreros sufrieron un cruel destierro a Bab Dukala y allí desmedraron y se extinguieron). Las compañías de autocares sitas en el vértice de Riad Zitún -el trajín incesante de viajeros, almahales y pregoneros de billetes, cigarrillos y sánguiches- se largaron también con su incentiva música a otra parte: la ordenada y flamante estación de autobuses. Con los fastos del GATT, Xemaá-El-Fná fue alquitranada, acicalada y barrida: el mercadillo que invadía su espacio a horas regulares y se esfumaba en un amén a la vista de los emjazníes, emigró a más propicios climas. La Plaza perdió algo de behetría y barullo, pero preservó su autenticidad.

La muerte entretanto causó sus naturales estragos en las filas de sus hijos más distinguidos. Primero fue Bakchich, el payaso con el bonete de colgajos, cuya actuación imantaba a diario al orbe insular de su halca a un apretado anillo de mirones, adultos y niños.


Luego Mamadh, el artista de la bicicleta, capaz de brincar del manillar al sillín sin dejar de dar vueltas y vueltas veloces en su círculo mágico de equilibrista. Hace dos años llamó a la puerta de Saruh (Cohete), el majestuoso alfaquí y pícaro goliardo, recitador de historias sabrosas de su propia cosecha sobre el cándido y astuto Xuhá: dueño de un lenguaje amplio y sin embarazo, sus tropos alusivos y elusivos vibraban como flechas en torno a la innombrable diana sexual. Su estampa imponente, cráneo rasurado, barriga pontificia, se inscribían en una antigua tradición del lugar, encarnada hace décadas por Berghut (la Pulga) y cuyos orígenes se remontan a tiempos más recios y ásperos, cuando rebeldes y zaínos a la augusta autoridad del sultán pendían de escarmiento en ensangrentados garabatos o se mecían ante el pueblo silente y amedrentado en el siniestro «columpio de los valientes».

Más recientemente, me enteré con retraso de la muerte accidental de Tabib Al Hacharat (Doctor de los insectos), a quien Mohamed Al Yamani consagró un bellísimo ensayo en la revista Horizons Maghrebins. Los adictos a Xemaá-El-Fná conocíamos bien a ese hombrecillo de cabello ralo y alborotado que, entre sus cada vez más raras apariciones en público, caminaba tambaleándose por los aledaños de la Plaza y roncaba como una locomotora asmática bajo las arcadas de los figones y sus cocinas benignas. Su historia, compuesta de verdades y leyendas, emulaba a la de Saruh: también había escogido como él la vía de la pobreza y erranza, pernoctado en cementerios y comisarías, pasado breves temporadas en la cárcel -que él denominaba «Holanda»- por embriaguez pública y, cuando se cansaba de Marruecos, decía, empaquetaba sus haberes en un pañuelo y se iba a «América» -esto es, a los descampados contiguos al Holiday Inn-. Su genio verbal, narraciones fantásticas , juegos de palabras , palíndromos, enlazaban sin saberlo con los Makamat de Al Hariri -lamentablemente ignorados por el casi siempre tullido y menesteroso arabismo oficial hispano- y compartían un ámbito literario que, como ha visto muy bien Shirley Guthrie, conecta las audacias de aquél con la «estética del riesgo» de Raymond Roussel, los surrealistas y OULIPO. Sus parodias del diario hablado de la televisión, la receta del mayor taxín (estofado) del mundo, intercaladas de preguntas rituales al público, son un dechado de inventiva y humor. No me resisto a reproducir unos párrafos sobre las virtudes terapéuticas de los productos que aconsejaba al auditorio: no «polvillos de amor» ni «zumos de jeringa» como los curanderos de oficio, sino vidrio molido o ámbar extraído del culo del diablo...
«-¿Y el carbón?

»-Muy útil para los ojos, para el grifo del ágata del iris del ojo, de la iluminación giróvaga del faro ocular. ¡Depositad el carbón sobre el ojo enfermo, dejadlo actuar hasta que estalle, coged un clavo 700, hundidlo bien en la órbita y cuando lo tengáis a punto en la mano podréis ver a una distancia de 37 años luz!
»"Si tenéis pulgas en el estómago, ratas en el hígado, una tortuga en el seso, cucarachas en las rodillas, una sandalia, un trozo de cinc, un revoltillo de polvorín, he encontrado un calcetín en casa de una mujer de Daudiyat. ¡Adivinad dónde lo he hallado!
»-¿Dónde?
»-¡En el cerebro de un profesor!

Pero la pérdida más grave fue el cierre inesperado, durante Ramadán del pasado año, del café Matich: aunque ha corrido mucha agua desde entonces -lluvias, ramblazos, inundaciones- Xemaá-EI-Fná no ha encajado todavía el golpe.

¿Cómo definir lo indefinible, lo que por su índole proteica y cordialidad impregnadora escapa a todo esquema reductor? Su posición estratégica, en la esquina más concurrida de la Plaza, le convertía en el núcleo de los núcleos, en su verdadero corazón. El ojo avizor abarcaba desde él todo su ámbito y atesoraba sus secretos: las riñas, encuentros, saludos, trapazas, magreos de mano furtiva o de quienes arriman la vara allí donde hallan un hueco, correcorres, insultos, bordoneo itinerante de ciegos, rasgos de caridad. Apretujones del gentío, inmediatez de los cuerpos, espacio en perpetuo movimiento componían la trama renovada de un filme sin fin. Almáciga de historias, semillero de anécdotas, centón de moralidades con colofón en pinza eran dieta diaria de sus asiduos. En él se reunían músicos gnaua, maestros de escuela, profesores de instituto, bazaristas, jayanes arrechos, pequeños traficantes, pícaros de gran corazón, vendedores de cigarrillos sueltos, periodistas, fotógrafos, extranjeros atípicos, pobres de solemnidad. La llaneza del trato los igualaba. En Matich se hablaba de todo y nada escandalizaba. El trujamán regidor de la taifa poseía una sólida cultura literaria y su atención intermitente a la clientela no sorprendía sino a los novatos, enfrascado como estaba en la lectura de una traducción árabe de Rimbaud.

Allí viví la cristalizada tensión y devastadora amargura de la Guerra del Golfo, su cuarentena dura e inolvidable. Los turistas habían desaparecido del horizonte y hasta los residentes añejos, con excepción de un puñado de excéntricos, no se aventuraban en el lugar. Un viejo maestro gnaui escuchaba las noticias del desastre con la oreja pegada a su radio portátil. Las terrazas panorámicas del Glacier y el Café de France estaban desesperadamente vacías. Un sol rojo, heraldo de la matanza, se desangraba en los atardeceres y teñía agoreramente la Plaza.

También pasé en él la Nochevieja más leve y poética de mi vida. Me hallaba sentado en su acera con un puñado de amigos y aguardaba bien abrigado la llegada del nuevo año. De pronto, como en un sueño, asomó por la esquina un carruaje sin carga en cuyo pescante un mozo conseguía a duras penas tenerse tieso. Su mirada embrumada se demoró en una muchacha rubia acomodada en una de las mesas. Encandilado, aflojó la presión de las riendas y el carro frenó poco a poco su marcha hasta parar del todo. Como en una escena de cine mudo filmado a cámara lenta, el modesto auriga saludaba a la bella y la invitaba a subir a su armatoste. Al fin se apeó, se aproximó a ella con paso incierto y con un trabajoso madám, madám, reiteró el señorial ademán, el mayestático envite al Rolls o carroza real, a su landó soberbio. La solicitud de los clientes arropaba su afán, sus viejas prendas transmutadas en galas, el vehículo alígero de su gloria efímera. Alguien intervino no obstante a cortar el idilio y le escoltó del brazo a su puesto. El mozo no conseguía romper el hechizo, miraba atrás, echaba besos y, para consolarse del fiasco, palmeó con inefable ternura los muslos de su yegua (hubo risas y vítores). Luego intentó encaramarse al pescante, lo logró con esfuerzo y al punto cayó de espaldas en la plataforma vacía, enroscado como una bola (nueva salva de aplausos). Varios voluntarios le enhestaron y, riendas en mano, esbozó con los labios un ósculo de adiós a la escandinava deidad, antes de perderse a un trote vivo en el mugriento y olvidadizo alquitrán, en la melancolía de su edén deshecho. Desde la época feliz de las películas de Chaplin, no había disfrutado de una escena así: tan delicada, onírica, embebida de humor, deliciosamente romántica.

Cerrado el café, los asiduos nos dispersamos como una diáspora de insectos privados de su hormiguero. Los gnaua se apiñan de noche en el asfalto inclemente o se reúnen en el tabuco de un viejo fonduk de Derb Dabachí. Los demás nos confortamos como podemos de la desaparición de aquel centro internacional de culturas, reviviendo episodios y lances de su mítico y esplendente pasado, como emigrados nostálgicos en sus refugios provisionales de exilio.

Pero Xemaá-El-Fná resiste a los embates conjugados del tiempo y una modernidad degradada y obtusa. Los halcas no desmedran, emergen talentos nuevos y un público siempre hambriento de historias se apandilla jovial en torno a sus juglares y artistas. La increíble vitalidad del ámbito y su capacidad digestiva aglutinan lo disperso, suspenden temporalmente las diferencias de clase y de jerarquía. Los autobuses cargados de turistas que, como cetáceos, varan en él son envueltos de inmediato en su telaraña finísima y neutralizados por sus jugos gástricos. Las noches de Ramadán de este año han convocado a decenas de millares de personas en su centro y calzadas, alrededor de las cocinas de quita y pon y en el regateo a grito herido de zapatos, prendas de ropa, juguetes y chucherías. Al claror de las lámparas de petróleo, he creído advertir la presencia del autor de Gargantúa, de Juan Ruiz, Chaucer, Ibn Zaid, Al Hariri, así como de numerosos goliardos y derviches. La imagen zafia del bobo besuqueando su teléfono celular no afea ni abarata la ejemplar nitidez de su egido. El fulgor e incandescencia del verbo prolongan su milagroso reinado. Mas a veces su vulnerabilidad me inquieta y el temor se agolpa en mis labios cifrado en ----una pregunta: ¿Hasta cuándo?

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