Cuando has pasado la barrera de los cincuenta años, cuando has superado más de la mitad de la esperanza de vida de tu generación, miras hacia atrás y te paras a pensar si has perdido algo en el camino o si debería haber hecho algo y no lo realizaste cuando debías. No, no es que tenga querencia por lo anterior, o me escude tras la expresión tan repetida de: “Si yo tuviera hoy veinte años”. No, sólo hago esta reflexión porque no fui un adolescente que escribiera poesías ni tampoco tenía una vida volcada al deporte, lo de andar por casas, alguna que otra patada al balón y poco más. Ninguna de las dos cosas, escribir poesías o el deporte no eran ni mis aficiones, ni devociones. En algún momento pensé que esto me haría un poco raro, distintos, pero creo que no, realmente pienso que somos muchos los que no hemos hecho ninguna de las dos cosas, sin embargo, existimos.
Esta vuelta a determinados recuerdos me vino cuando releía “Las Ciudades blancas” de Joseph Roth publicada por Minúscula el año 2000. En el prologo de esta deliciosa miniatura de retratos urbanos, Roth dice: “Un buen día me hice periodista, desesperado porque ninguna profesión era capaz de colmarme. No pertenecía a la generación de los que abren y cierran la pubertad escribiendo versos. Tampoco formaba parte de la ultimísima generación, aquella que recurre al fútbol, al esquí y al boxeo para alcanzar la madurez sexual. Sólo podía ir en una modesta bicicleta de piñón fijo y mi talento poético se limitaba a precisas anotaciones en un diario.” [pág. 7].
No me resisto a dejar algunos párrafos de una de esas descripciones de las ciudades que visitó, en este caso Aviñón. Creo que tiene un especial significado estas palabras sobre todo, en los tiempos que corren en los que algunos se esfuerzan por marcas las diferencias con el otro.
“¿Tendrá el mundo alguna vez el aspecto de Aviñón? ¡Qué ridículo es el temor de las naciones, incluso de las naciones con convicciones europeas, a que este o aquel “rasgo diferencial” se pierda y a que la humanidad multicolor se convierta en una gris papilla! ¡Los seres humanos no son colores, y el mundo no es una paleta! ¡A más mezcla, más rasgos diferenciales! No viviré ese bello mundo en que cada individuo representará el todo, pero ya percibo el futuro cuando me siento en la Plaza del Reloj y veo brillar todas las razas de la tierra en el rostro de un policía, de un mendigo, de un camarero. Es el grado supremo de la “humanidad”. Y la “humanidad” es la cultura de Provenza, cuyo gran poeta Mistral, respondió asombrado a la pregunta de un erudito deseoso de saber qué razas vivían en esa parte del país: “¿razas? ¡Pero si sólo hay un sol!” [pág. 57]
No hay comentarios:
Publicar un comentario