sábado, 28 de febrero de 2009

EL LECTOR Y HELGA SCHNEIDER


Después de haber visto El lector, la película de protagonizada por Kate Winslet. El personaje de Hanna Schmitz, revisora de un tranvía, con ese pasado oscuro que se desvelaría más tarde, me recordó por su fe, siempre ciega, y en este caso inquebrantable en el cumplimiento del deber, en la obediencia debida sin ningún tipo de cuestionamiento con la madre de Helga Schneider, miembro de las SS. En el juicio cuando se interroga a Hanna Schmitz sobre el suceso de la iglesia donde estaban encerradas las mujeres judías, la protagonista no se cuestiona la posibilidad de abrir las puertas de la iglesia y así impedir que las presas mueran en el incendio, antepone el orden y la orden recibida para custodiar a aquellas presas.

Decía que este personaje me recordó a lo relatado por Helga Schneider, escritora nacida en Polonia, trasladada más tarde a Alemania y por último a Italia en su libro Déjame ir madre, Salamandra, 2002. Helga cuenta lo que le sucedió con su madre, que abandonó a su familia por unirse a las SS. No sabría nada de ella hasta que pasado el tiempo recibió noticias de su madre, ya nonagenaria, que estaba en una institución para ancianos. El reencuentro la puso frente a su madre biológica y que el paso del tiempo sólo le había afectado en lo físico, pues sus ideas, su fanatismo y odio hacia los judíos no se había deteriorado con el paso del tiempo. Seguía inmersa en el océano del odio.

Como me resultó en su momento una obra interesante porque, entre otras cosas, retrata a una clase de personajes que pasan desapercibidos, pero mantienen una extraña convicción con un fanatismo que se conserva sin alteración, si acaso el tiempo lo ha reforzado. La posibilidad de que las pruebas, los sentimientos y la propia racionalidad, erosionen esa hermética cerrazón mental queda fuera de toda probabilidad.

Aquí les dejo algunos párrafos, espero que les resulten interesantes.

-¡No quiero que me interroguen! ¡Has venido desde Italia para interrogarme, pero yo no quiero!

Estoy asustada: ¿me estará echando en cara una verdad que no estoy preparada para comprender?

-No pretendo interrogarte –intento tranquilizarla. Pero ella se acurruca en su silloncito. Completamente encogida y con los ojos cerrados, grazna con una voz que parece venir del más allá:

-Soy inocente. Yo no tengo la culpa. Sólo cumplía órdenes, como todos los demás. Todos cumplían órdenes. Todos mis camaradas y todos los alemanes, ¿por qué lo quieren negar? Hasta los niños obedecían ciegamente a sus profesores y se atendían con rigor a las órdenes superiores.

“¡Tú también obedecías! –exclama, venenosa, agitando hacia mí un dedo tembloroso-. En la escuela te enseñaron a odiar a los judíos y tú odiabas a los judíos. ¡Atrévete a decir que no era así!

Sus ojos proyectan chispas de desprecio, su actitud es amenazadora. Desde que he llegado no la he visto tan alterada y llena de odio.

-¡Has venido de Italia para juzgarme, pero seré yo quien te juzgue a ti!- grita con una voz que vibra de maldad-. No permitiré que me interrogues, ¿entendido? ¡No lo permitiré!

Le cuesta respirar y en su cara cenicienta destacan los pómulos, de un rojo encendido.

-Ahora todos escupen a Alemania –dice furiosa-, ¿y sabéis por qué? Porque perdimos la guerra. Si hubiésemos ganado, el mundo entero besaría los pies del Führer, y no sólo los pies- repite, satisfecha de la ocurrencia.

Son palabras antiguas, palabras que oí pronunciar muchas veces en la posguerra a los berlineses supervivientes. Después de la capitulación de 1945, avergonzados por el coro internacional de odio y desprecio, no eran pocos los alemanes que creían recuperar algo parecido al orgullo diciendo esas cosas.

Helga Schneider, Déjame ir madre. Salamandra, 2002

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