miércoles, 24 de septiembre de 2014

LECTURAS: VICTUS. ALBERT SÁNCHEZ PIÑOL



     
Después de varias semanas de lento rumiar la novela de Albert Sánchez Piñol, Victus; La Campana, 2013, voy a intentar describirles las sensaciones con las que me quedé cuando vi el punto final. Como en otras ocasiones apliqué aquello de: “leer sobre seguro”, conocer al autor por otras lecturas da cierta seguridad, y así no cargas posibles suspicacias como alguien que conoce mis gustos aventuró que esta obra de Sánchez Piñol “no te va a llenar”, expresión literal.


            Los antecedentes tienen ya unos años, La piel desnuda de 2003, y Pandora en el Congo, dos años después. La primera fue una grata sorpresa, pero que en Pandora ya no llegó al mismo nivel, de interés para mi, me refiero. Como ya ha pasado mucho tiempo y casi se había desdibujado en mi memoria el recuerdo de Pandora en el Congo y prevalecía el rastro que había dejado mi primera lectura de Sánchez Piñol, no me lo pensé dos veces, fui a por Victus, en la que el autor hace una incursión en la novela histórica con un modelo ya trillado, Arturo Pérez Reverte con su Alatriste desbrozó el camino. Ahí lo dejo.

            Es evidente que escribir es una actividad creativa, pero tiene que dar de comer, así que como producto terminado, la novela, hay que colocarla en el mercado en el momento oportuno y en el lugar adecuado. Sánchez Piñol, legítimamente aprovecha la oportunidad y cuenta los coletazos de la guerra de sucesión española centrándose, cómo no, en asalto a la ciudad de Barcelona por parte de las tropas borbónicas.

            El conflicto arranca con la muerte de Carlos II en 1700 sin descendencia. Esto lo cuenta muy bien Joseph Pérez en La Historia de España (Julio Valdeón, Joseph Pérez y Santos Juliá), 2006, editada por Austral, además con más fundamento.

            Así lo relata Piñol:
            “En el año 1700 moría el emperador Carlos II de España, un engendro de la naturaleza, un fardo babeante que si no hubiera sido rey se habría pasado la vida encerrado en algún monasterio. Sus  súbditos castellanos lo llamaban “el Hechizado”. Yo no sería tan piadoso, así que dejémoslo en “el Tarado”. No tuvo descendencia. ¿Cómo iba a engendrarla? Estaba tan mal de la azotea que debió de morirse sin saber que ese rabanito que cuelga entre las piernas sirve para algo más que hacer pipí.
            Todos los reyes, por definición, son unos tarados o acaban siéndolo. El único debate es saber si para sus súbditos es mejor que los gobierne un tonto del culo o un hijo de puta. De joven yo era partidario de los tontos, porque al menos se conforman con comer faisán y dejan en paz a la gente. El Tarado, por ejemplo, fue muy lamentado en Castilla por muy popular en Cataluña. ¿Por qué? Pues porque no hizo nada de nada. Su atrofia cerebral era un reflejo de Castilla y de su imperio coagulado. A los catalanes ya les iba bien. Cuanto menos gobierne un rey y más lejos esté, pues tanto mejor.
            Mucho antes de su muerte ya era obvio que ese despojo humano del Tarado la palmaría sin haber tenido hijos. Como es lógico, todos los carroñeros de Europa estaba ojo avizor. Años después conocí a un noble francés que en el cambio de siglo había servido en la embajada de Madrid. Tenían la corte tan infestada de espías… ¡que hasta consiguieron los calzoncillos del rey! El examen no dejaba dudas: Carlos no eyaculaba. Y según las leyes naturales, sin semen no hay descendencia” [Ob. cit. págs.. 123-124] 

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