Como suele ocurrir con esto de las
lecturas existen pequeñas joyas escondidas que llegan tarde, pero llegan a tus
manos. Eso me ha pasado con el relato que escribe Keith Douglas (1920-1944)
sobre su participación en la famosa batalla de El Alemein en la segunda guerra
mundial. De El Alemein a Zem Zem; Reino de Ronda, 2012, es la desmitificación
de la épica de la guerra, es el relato de alguien que quiere estar allí y
cuenta qué y cómo vive: “No escribo sobre estas batallas como
soldado, ni intento comentarlas en tanto que operaciones militares. Pienso en
ellas –de forma egoísta, pero tal como siempre las recordaré- como mi primera
experiencia de combate: y así es como hablaré de ellas. Decir que consideré la
batalla de El Alemein como una ordalía suena pomposo, pero sí pensé en ella
como una prueba importante, que tenía todo interés en superar”.
Desde
un destino cómodo en la retaguardia hace lo posible y lo imposible por
participar activamente en el frente, en la campaña de África a bordo de un
blindado Crusaders, que durante gran parte del relato se convierte en el
ombligo del mismo y lo que sucede en él y su alrededor dan cuerpo a numerosas
páginas en las que desgrana lo cotidiano y más pegado a la piel del conflicto y
que en definitiva son las historias que no salen en los grandes tratados sobre
la guerra. “Tuve que esperar hasta 1942 para entrar en acción. Me alisté en
septiembre de 1939 y, durante los casi dos años que anduve haciendo tiempo por
ahí, nunca me abandonó la certeza de que la experiencia del combate era algo
que debía adquirir. Con independencia de los cambios que se puedan producir en
la naturaleza de misma de la guerra, el campo de batalla es el sencillo
escenario principal de la misma: es en él donde ocurren las cosas interesantes”.
Las noches sirven para, no solo descansar sino comentar, discernir el por qué
de la guerra, consecución de intereses, y allí está la tropa para que se
materialicen esos intereses. Y así ve a sus iguales: “Resulta emocionante y asombroso
ver a miles de hombres, muy pocos de los cuales tienen un atisbo de por qué
luchan, pasando penalidades, viviendo en un mundo antinatural, peligroso,
aunque no del todo terrible, teniendo que matar y ser muertos y, con todo, a
ratos conmovidos por un sentimiento de camaradería hacia los hombres que los
matan y a quienes ellos dan muerte, porque están sufriendo y experimentando las
mismas cosas”. Las relaciones con los compañeros en un ejército como el
inglés donde la vieja escuela marca mucho, junto con su tradición de ejército
colonialista y donde las diferencias de clases están muy marcadas son las
coordenadas que enmarcan las palabras anteriores y el conjunto de la obra; el
pillaje como forma de sustento y de obtener trofeos de conquista, es otro de
los momentos a los que Douglas dedica tiempo. Una Lüger, una Beretta son
algunos de los ejemplos de trofeos, que después si hace falta se intercambian
por lo que se necesite en un momento determinado.
La
vida cotidiana en los campamentos, el papel de los libros en los momentos de
ocio; el miedo antes de entrar en batalla o al percibir al enemigo en la
lejanía, el dolor físico producido, no ya por heridas de guerra, sino picaduras
de insectos, dolores de cabeza, resacas, como no. La falta de aseo, suciedad y
los “achaques” del blindado son algunos de los “lugares” por donde discurre el
relato, junto con todo el recorrido que hace por los hospitales de campaña
después de sufrir las consecuencias de la explosión de una mina. Todo esto
junto a las descripciones del paisaje, el desierto se presta a ello, y a lo
mejor como lectores tenemos presentes las imágenes que nos ha dejado el cine
con Lawrence de Arabia, por ejemplo.
En
fin, una obra necesaria para colocar al lector cerca de lo cotidiano del
soldado y que lo es porque ha buscado estar en primera línea de batalla y que a
pesar de ese interés no lo tiene o no busca en el relato, como indica al
principio la visión del militar. Les dejo con algunos párrafos más y espero que
les resulte sugerente lo comentado.
“Las
tumbas cavadas y marcadas con más premura eran de italianos, en algunas de las
cuales habían colgado o depositado el feo casco colonial italiano forrado de
verde. Hay algo impresionante en esos cascos de acero colgados en las cruces,
algo que vincula a esos muertos con caballeros enterrados bajo su escudo de
armas. Pero cuán patéticamente lógico y humano –uno de esos toques de
involuntaria comedia que hace difícil que se enfade uno con ellos- que los
italianos hayan suplido el casco de acero con un ridículo salacot de rebajas
abollado. Pero el casco de acero constituye una lápida impresionante y es su
propio epitafio. El casco colonial de cartón sólo parece indicar que hay basura
debajo y para eso bien se podría dejar un desecho cualquiera para marcar el
sitio. Tal vez este epitafio le llegue más al corazón a los que lo lean”
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