Ayer, mientras las calles estaban casi
desiertas y los televisores eran un imán para millones de espectadores que
esperaban que la selección española de fútbol diera buena cuenta del equipo
francés, un puñado de espectadores, no muchos, la verdad nos sentábamos en la
sala del TEA (Tenerife Espacio de las Artes) para contemplar The
Turin Horse del director húngaro Béla Tarr.
El
mundo cerrado, anodino de un padre y una hija que viven aislados en una granja
en ninguna parte en la que la música la pone el viento y lo cotidiano se
convierte en un sin vivir. ¿Para qué vivir, si la vida es lo que experimentan
este hombre y su hija? El blanco y negro, muy crudo el negro, casi sin matices,
la inexpresividad de los rostros, la repetición fatigosa y cansina de cada día
me dejaron pegado a la butaca buscando algo que justificara la vida, pero la
vida con sensaciones, cualquiera que sirviera para demostrar vitalidad, ruptura
con lo repetitivo de cada día y que no aparece por ninguna parte.
En
solo treinta y dos planos (del número me enteré al final) se pasan dos horas y
media de metraje en los que buscas una variante en lo cotidiano, vestirse,
alimentarse, buscar agua, solo el cambio de punto de vista de la cámara le da
cierto dinamismo a la película, que arranca con la anécdota de Nietzsche y el
caballo maltratado. Aquí ese caballo, viejo, maltratado es la imagen de esa
Humanidad abandonada y sin esperanza. El animal deja de comer y espera la
muerte, que no es otra cosa que la imagen de una sociedad desencantada y sin
futuro.
En
fin, dos horas y media en las que el director una y otra vez, hasta seis, insta
al espectador a reflexionar. Lo que estás viendo también se llama vida. Si tiene
oportunidad la pueden ver hoy domingo.
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