domingo, 3 de octubre de 2010

LECTURAS: EL SÉPTIMO POZO. FRED WANDER


Fred Wander [Viena, 1917-2006] logra en El séptimo pozo, Galaxia Gutenberg, 2007 dignificar, si cabe, algo más la llamada literatura concentracionaria. No es una mera descripción de horrores, sino que logra abstraerse del papel de víctima y colocarse como observador, con lo que, desde cierta ficción, se disminuye la emocionalidad del narrador/víctima.

Desde la dicotomía formada por el binomio de “El bien y el mal” logra encuadrar a los protagonistas de cada uno de los capítulos del sétimo pozo. Dignifica desde la descripción y los matices del protagonista central en cada caso y quienes le acompañan, aún reconociendo que la condición de víctima no hace a los individuos homogéneos, salvo en el trato recibido. Cada uno de ellos es como es y así lo retrata Fred Wander. Frente a la singularización de las víctimas, casi despersonaliza a los verdugos que son en toda la obra los “los de bota alta”, a los que les reconoce el poder de infligir daño, pero no de “cosificar” a las víctimas, que lo intentan, pero el afán de supervivencia, el ánimo que se comparte y la lucha por la vida les hace resistentes frente a “los de bota alta”.

Recomendable su lectura, pero a sabiendas que el estómago se nos estrujará y que tendremos que cerrar más de una vez el libro para soportar lo que Wander nos transmite, les dejo con algunos párrafos. Espero que sean sugerentes.

El ser humano carga piedras, arrastra madera, revienta piojos con las uñas, se pelea por una patata, busca un clavo oxidado en el camino para poder colgar por la noche su chaqueta de la pared del barracón, cose mitones de un trozo de toldo que ha robado, se aprieta las heridas, se lamenta, gime, reza y también llora en la oscuridad, aprende a sonarse la nariz con un dedo –la espalda al viento-, se envuelven harapos sus pies enfermos, asa una patata después del trabajo y devora su ración de pan. ¿De qué vive el ser humano?

Mientras arrastra madera y revienta piojos con las uñas, su alma humillada se recoge en profundos espacios desconocidos. Observa a los compañeros de prisión como un hombre que ha caído bajo una manada de lobos y está esperando que lo descubran y lo descuarticen. Pero escucha hacia dentro, se asombra del patético rostro del muerto, se asombra de un cristal de hielo, respira llenándose la nariz del perfume de los bosques puros y busca, busca las desaparecidas huellas de belleza en su vida, busca de pronto a un compañero que pueda escuchar, y cuando lo encuentra se extasía de pasado, despliega un cuadro ante el otro. Porque tiene que sacarlo a gritos: ¡Soy un ser humano! ¡A mí me respetaban!, le gustaría exclamar. Me amaban, tenía un hogar, una mujer e hijos, tenía amigos. Hice el bien y no exigí ningún agradecimiento a cambio. He visto cosas hermosas, conozco el olor de las ciudades antiguas. Podía haber hecho todo y haber alcanzado todo, si no lo hice, si no lo alcancé fue sólo porque no sabía, no tenía idea…” [ob. cit. págs. 23-24]

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