lunes, 15 de junio de 2009

OTRAS LECTURAS: LA ENCANTADORA DE FLORENCIA

Cuando comencé la lectura de esta novela de Salman Rushdie, La encantadora de Florencia, Círculo de Lectores, 2009; lo hice con el ánimo dividido, pues Salman Rushdie no me apasiona en exceso, lo leo, pero también me podría pasar sin leerlo. Lo siento por los apasionados por su escritura, pero tengo que reconocer que todavía no le he cogido ese punto que te ata a un autor. Confieso que peor lo tengo con Antonio Lobo Antunes, del que no he podido acabar ninguna de sus obras. Lo intento, pero no llego, cada uno tenemos nuestras limitaciones y yo cargo con las mías con paciencia y resignación. Lo dicho, no comencé con demasiado “ardor lector”, pero si es capaz de mantenerme interesado con las descripciones de los lugares, la trama y los cambios de escena constantes, por tanto me quedo ensimismado con el libro, sobre todo con el texto que transcribo, porque ya en más de una ocasión me he mostrado gran defensor de la Ciudad como creación humana, que está a la misma altura que la creación del dinero, sí del dinero y ambas por lo de confianza que llevan en sí mismo. También me ha servido como enganche que, mientras leía, buscaba semejanza con los textos de Amin Maalouf, que es otro autor recomendable, muy interesante. Ya les dejo con algunos párrafos de Salman Rushdie en La encantadora de Florencia.

Ninguna ciudad es toda palacios. La verdadera ciudad, construida no solo de piedra sino también de madera y adobe y bosta y ladrillo, anidaba al pie del descomunal basamento rojo de piedra sobre el que se asentaban las residencias reales. Sus barrios se distribuían tanto por razas como por oficios. Aquí estaba la calle de los plateros, ahí las armerías con sus puertas recalentadas y su estruendo metálico, y allí, siguiendo por aquel estrecho pasaje, la zona de los brazaletes y la ropa. Al este se hallaba la colonia hindú y, más allá, ciñéndose a las murallas de la ciudad, el barrio persa, y más allá la sección de los turaníes, y más allá, en las inmediaciones de la colosal puerta de la Mezquita del Viernes, las viviendas de los musulmanes nacidos en la India. En los aledaños, salpicaban los campos las villas de los nobles, el obrador de arte y escritorio cuya fama se había difundido ya por todo el país, y un pabellón de música, y otro para la danza. En casi todas estas Sikris menores había poco tiempo para la indolencia, y cuando el emperador volvía de las guerras, el silencio impuesto se percibía, en la ciudad de adobe, como una asfixia. Había que amordazar a los pollos en el momento del sacrificio por miedo a perturbar el descanso del rey de reyes. Una carreta que chirriase podía costarle una tanda de latigazos al carretero, y si gritaba por los azotes, la pena podía ser aún más severa. Las parturientas reprimían sus chillidos y el espectáculo de mimo que se desarrollaba en el mercado era cosa de locos. «Cuando el rey está aquí, enloquecemos todos –decían las gentes, y como había espías y traidores por doquier, se apresuraban a añadir–: de alegría.» La ciudad de adobe veneraba a su emperador, insistía en ello, insistía sin palabras, ya que las palabras se tejían con ese género prohibido: el sonido.

Cuando el emperador partía rumbo a una de sus campañas –sus batallas interminables (aunque siempre victoriosas) contra los ejércitos de Gujarat y Rajastán, de Kabul y Cachemira–, la prisión del silencio abría sus puertas, y de repente se oían toques de trompeta, y vítores, y la gente podía decirse todo lo que se había visto obligada a callar durante meses y meses. «Te quiero…» «Mi madre ha muerto…» «Tu sopa sabe bien…» «Si no me pagas el dinero que me debes, te romperé los codos…» «Cariño mío, también yo te quiero…» Todo.

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