Por necesidad y después de quedarme sin nada que leer llegué al Secreto de Christine, Benjamín Black; Punto de Lectura, 2008. Digo que por necesidad porque en Borders, librería impresionante en NY, pero con muy poca obra en castellano, y dentro de ésta muchos clásicos y algo, poco, de lo más reciente. Benjamín Black es el seudónimo de John Banville del que ya había leído El Mar; Anagrama, 2006. No sé la razón del seudónimo, pero construye en el secreto de Christine una historia que en la que el protagonista, Garret Kirke, patólogo irlandés, sirve de hilo conductor de una narración de asuntos familiares oscuros, amores imposibles, todo en Dublín en los años cincuenta. La humedad de la ciudad, el humo de los cigarrillos que se encienden uno detrás de otro y el whisky envuelven esta historia donde se le añaden los emigrantes que triunfan en los Estados Unidos.
El secreto de Christine arranca así: No eran los muertos los que a Quirke le parecían extraños. Eran más bien los vivos. Cuando entró en el depósito de cadáveres bien pasada la medianoche y vio allí a Malachy Griffin, tuvo un escalofrío profético, un temblor que presagiara las complicaciones inminentes. Mal se encontraba en el despacho de Quirke, sentado ante su mesa. Quirke se detuvo en la sala de cadáveres, donde no estaba encendida la luz, entre las siluetas envueltas en mortajas, tendidas sobre las camillas, y lo miró por la puerta abierta. Estaba sentado de espaldas a la puerta, inclinado hacia delante con aire de gran concentración, con sus gafas de montura metálica; la luz del flexo le iluminaba la mitad izquierda de la cara, formándosele un resplandor intenso en el pabellón auricular. Tenía un expediente abierto sobre la mesa, y escribía algo con peculiar falta de naturalidad… [pág. 15]
No hay comentarios:
Publicar un comentario