Con el estómago encogido y de un
tirón he terminado Mortalidad, de C. Hitchens; Debate 2012. No había leído nada
parecido sobre la muerte. Desde que llega a “Villa Tumor”, traspasa la
frontera, delgada línea, que separa la salud de la enfermedad, Hitchens afronta
su nuevo estado con una entereza y un deseo de aprovechar todo los momentos que
la enfermedad le da tregua, para “vivir muriendo”, pero vivir con toda la
intensidad posible.
Las herramientas de un ateo
consumado como es él son las propias de la vida, el trabajo, las lecturas, la
constante inquietud por la duda, la dialéctica, la defensa en cualquier foro de
sus ideas que chocaban frontalmente con las religiones que no le perdonaban su
permanente crítica y hasta el último momento lo estuvieron “torturando” por
ateo contumaz.
El otro pilar para vivir muriendo
fue su familia y amigos. El epílogo de Carol Blue, su mujer, es de una belleza
y calidez insuperable, una mujer que realmente amaba porque conocía como nadie
a Hitchens, al que siempre estaremos en deuda por sus reflexiones, por su
seriedad en la argumentación, su fina ironía, bueno no siempre, pero que creo
que es quien más ha a aportado a la civilización para entender la vida lejos de
las religiones. Un filósofo que hizo de su ateísmo un pilar de su pensamiento.
Les dejo con algunos párrafos de su
obra:
“… Mi brevísima campaña de negación asumió
esta fórmula: no anularía esas citas ni decepcionaría a mis amigos, ni perdería
la oportunidad de vender un montón de libros. Logré asistir a los dos actos sin
que nadie percibiera nada extraño, aunque vomité dos veces, con una
extraordinaria combinación de precisión, limpieza, violencia y profusión, justo
antes de cada evento. Eso es lo que los ciudadanos del país enfermo hacen
cuando siguen aferrándose desesperadamente a su viejo domicilio.
El nuevo país es bastante acogedor a
su manera. Todo el mundo sonríe para darte ánimos y paree que no hay
absolutamente nada de racismo. Prevalece un espíritu en general igualitario y
es obvio que quienes han llegado hasta a allí a base de mérito y trabajo duro.
Frente a eso, el humor es algo flojo y repetititvo, parece que casi no se habla
de sexo y la comida es peor que en cualquier destino que haya visitado nunca.
El país tiene un idioma propio –una lingua franca que consigue ser insulsa y
difícil y contiene nombres como ondansetrón, un medicamento contra las náuseas-,
así como algunos gestos perturbadores a los que hay que acostumbrarse. Por ejemplo
un funcionario al que acabas de conocer puede hundir abruptamente sus dedos en
tu cuello. Así descubrí que el cáncer se había extendido a mis nódulos
linfáticos, y que una de esas bellezas deformes –situada en mi clavícula
derecha- era lo bastante grande como para verla y tocarla” [págs..
11-12
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