Si no hubiese sido porque algunos escritores como Raymond Caver o Richard Ford citaban a Richard Yates [1926-1962] como referente; o que el director de cine Sam Mendes llevara a la pantalla Revolutionary Road basada en la novela homónima publicada en 1961, posiblemente hoy estaría en el limbo de los escritores desconocidos, pues su obra también estaba descatalogada. Afortunadamente no ha caído en el olvido y hoy podemos disfrutar de reediciones de sus obras.
Es verdad que Richard Yates no inventó los suburbios de las ciudades americanas y a quienes en ellos viven, pero sí supo retratar, casi mejor que nadie, a quienes vivían en esos barrios a mediados del siglo pasado, después de la segunda guerra mundial y lograr dar vida a quienes eran el reverso del milagro americano.
Esos ciudadanos anónimos, con historias cotidianas simples, que no tienen nada o casi nada que agradecerle a la vida son los protagonistas de Once maneras de sentirse solo, RBA, 2010. Se recogen en esta publicación relatos construidos entre 1951 y 1961, un año después de su mayor éxito que fue Revolutionary Road.
Un taxista que busca a alguien que inmortalice sus historia de taxista, una maestra cansada de su profesión y casi de la vida, escritores fracasados, periodistas que se venden casi por un plato de lentejas o historias de ex-soldados que en un hospital militar viven apartados en el pabellón de tuberculosos, ansiosos por volver a casa, pero sin el honor de haber sido heridos en combate, sólo conservan de la guerra la podredumbre de sus pulmones. Estos son los personajes de Yates que viven en sus páginas sus vidas y sus miserias.
Les dejo con unos párrafos de sus relatos con el personaje más patético que podamos imaginar.
EL PLACER DE LA DERROTA
Durante unos meses, cuando tenía nueve años, Walter Henderson pensó que caer muerto era el no va más de la aventura, y muchos de sus amigos compartían esa opinión. Habiendo descubierto que el único momento en verdad gratificante de jugar a policías y ladrones era ése en que uno hacía ver que le habían disparado, se llevaba la mano al corazón, soltaba la pistola y se desplomaba, no tardaron en prescindir de todo lo demás –el aburrido proceso de elegir bando y esconderse por ahí- y pulir el juego hasta su esencia misma. Se convirtió, así, en una competición individual, casi en un arte. Por turnos, corrían teatralmente por la cresta de una loma hasta que tenía lugar la emboscada: pistolas de juguete apuntando simultáneamente y un coro de esos entre cortados sonidos (una especie de gutural “¡p-ñ-au!, ¡p-ñ-au!”) con que los niños imitan el ruido de los disparos. El actor principal paraba en seco, giraba sobre sí mismo, quedaba un instante inmóvil en escorzada agonía, doblaba las piernas y se precipitaba ladera abajo en un torbellino de brazos y piernas, levantando una espléndida nube de polvo para finalmente quedar espatarrado allá abajo, guiñapo y cadáver. Cuando se levantaba sacudiéndose la ropa, los otros le ponían nota (“Bastante bien”, o “Demasiado tieso”, o “Falta naturalidad”), y el siguiente se preparaba para actuar. En eso consistía el juego, pero a Walter Henderson le encantaba. Era un chico flaco y de movimientos mal coordinados, y la única cosa vagamente parecida a un deporte en la que destacaba era ésta.” [ob. cit. pág. 90]
REVOLUTIONARY ROAD.
No hay comentarios:
Publicar un comentario