Creo que Hans Keilson con “La muerte del adversario”, Minúscula, 2010 trae de nuevo al primer plano de la atención de los lectores lo sucedido en los momentos previos en los que el nazismo llega al poder en Alemania. Lo que se vive en una familia desde la óptica de un niño es donde arranca este relato que deja los interrogantes abiertos de cómo y por qué se llega a la situación que ya todos conocemos.
El relato se vuelve más intimista cuando el miedo juega un papel que sobrepasa esa concepción que tenemos del miedo como elemento de prevención, cuidado no puedo hacer esto o aquello por miedo a…, lo que nos propone Keilson es una situación donde el miedo va más allá y llega hasta intentar entender al enemigo al causante de los daños que sufres y los que ocasiona a su alrededor. La historia de los alces que mueren porque no tienen a los lobos es sintomática de una situación en la que parece darse a entender que no podríamos vivir en una sociedad donde el miedo no formara parte nuestra existencia, aún más que el mismo da razón a esa existencia.
Reconozco que me ha creado cierto desasosiego esta lectura, pero es muy recomendable, así que les dejo con algunos párrafos. Espero que les resulten interesantes.
“Mi enemigo (al que llamaré B.) llegó a mi vida, lo recuerdo perfectamente, hace unos veinte años. Por aquel entonces yo tenía una idea más bien confusa de lo que significa ser enemigo el enemigo de alguien, más aún de lo que significa tener enemigo. Las enemistades, lo mismo que las amistades, deben madurar con el tiempo.
A menudo oía a mi padre y a mi madre hablar de ello, generalmente los misteriosos susurros que empleaban los adultos para que nosotros, los niños, no los oyéramos. Sus palabras adoptaban un aire confidencial, desconocido hasta entonces. Hablaban para ocultar algo. Pero los niños aprenden a oír y a interpretar los secretos y los miedos de los mayores y así se vuelven más fuertes. Mi padre decía:
-Como B. llegue al poder, ¡qué Dios se apiade de nosotros! Lo que nos espera…
-Quien sabe, a lo mejor no sucede –replicaba mi madre, más serena-. Tampoco es que sea un hombre tan importante.
Aún los veo ante mis ojos, mientras estaban ahí sentados y hablaban. [ob. cit. pág. 16]…
Pero con el tiempo fue peor.
Todo comenzó cuando algunos niños de mi edad, o incluso algunos mayores, a quienes yo nunca había hecho nada, comenzaron a atormentarme y a perseguirme. Pronto me quedé solo. No tardé en darme cuenta de que no se trataba de las bromas y las riñas infantiles de antaño. La actitud de aquellos niños parecía fundamentarse en cierta reflexión, sus actos eran claramente meditados. Me excluyeron de sus juegos
Yo acudí llorando a mi madre y le conté mi pena.
-No me dejan jugar con ellos- le dije con los puños apretados, tratando con mi tensión de evitar que se diera cuenta de que estaba llorando. Pero lo cierto era que lloraba.
Ella le quitó hierro al asunto y dijo:
-Pídeselo otra vez, ya verás como te dejarán.
-No- respondí yo.
-Tú pídeselo. Repitió ella con voz cariñosa-, vuelve a intentarlo. A lo mejor has hecho algo para que se enfaden.
-Yo no he hecho nada –repliqué, furioso- y ellos no me dejan jugar, no me dejan. Estoy seguro, no me van a dejar.
-Pronto pasará- intentó tranquilizarme ella, pero por su voz me di cuenta de que ella tampoco lo creía.
No servía de nada. Por mucho que cerrara los puños, las lágrimas me caían por el rostro sin que yo me diera cuenta de que estaba llorando. Me avergonzaba de mí mismo y solo me lloraban los ojos: mi voz y mi cuerpo permanecían inalterables. Los sentimientos de dureza y tenacidad se habían apoderado de mí y eran mayores que el dolor y la sensación de exclusión”. [ob. cit. pág. 65]
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