No había leído nada de la escritora húngara Agota Kristof, Hungría 1935 y porque una compañera de trabajo me recomendó una de sus obras: Claus y Lucas, El Aleph, 2009. En realidad es una trilogía formada por El gran cuaderno, 1987, La prueba, 1988 y La tercera mentira, 1991.
La verdad es que me tuve que documentar un poco sobre quien era Agota Kristof porque cuando empecé a leer El gran cuaderno, y a medida que avanzaba en su lectura más se me encogía el estómago. La escritura de Agota es directa, concisa de frase corta, pero como un dardo. Igual son los capítulos, muy cortos, episodios muy breves y contundentes. La historia de los hermanos gemelos que su madre deja en casa de su abuela materna, que no solo no los quiere, sino que los odia a lo que ellos responden con crueldad en muchas ocasiones.
Desde los ojos de los gemelos se percibe el mundo como elemento agresor y del que hay que defenderse y para ello vale todo, no hay nada que limite esa defensa, al mismo tiempo le sirve a la autora la vida de Claus y Lucas para construir una metáfora sobre los estados totalitarios y los problemas de la guerra. Recomendable su lectura. Les dejo con un capítulo
EL DESERTOR
Encontramos un hombre en el bosque. Un hombre vivo, joven, sin uniforme. Está echado detrás de un arbusto. Nos ve y no se mueve.
Le preguntamos:
-¿Por qué estás ahí echado?
Él responde:
-No puedo andar más. Vengo del otro lado de la frontera. Llevo andando dos semanas. Día y noche. Sobre todo por la noche. Ahora estoy demasiado débil. Tengo hambre. No he comido nada desde hace tres días.
Le preguntamos:
-¿Por qué no lleva uniforme? Todos los hombres jóvenes llevan uniforme. Todos son soldados.
Él responde:
-Yo ya no quiero ser soldado.
-¿No quiere combatir más al enemigo?
-No quiero combatir a nadie. No tengo enemigos. Quiero volver a mi casa.
-¿y dónde está tu casa?
-Todavía está lejos. No llegaré si no encuentro nada de comer.
Le preguntamos:
-¿Por qué no va a comprar algo de comer? ¿No tiene dinero?
-No, no tengo dinero, y no quiero que me vean. Debo esconderme. Es preciso que no me vean.
-¿Por qué?
-He dejado mi regimiento sin permiso. He huido. Soy un desertor. Si me encuentran, me fusilarán o me colgarán.
Le preguntamos:
-¿Cómo a un asesino?
-Sí, exactamente, como a un asesino.
-Y sin embargo usted no quiere matar a nadie. Sólo quiere volver a su casa.
-Sí, sólo quiero volver a mi casa.
Le preguntamos:
-¿Qué quiere que le traigamos de comer?
-Cualquier cosa.
-¿Leche de cabra, huevos duros, pan, fruta?
-Sí, si cualquier cosa.
Le preguntamos:
-¿Y una manta? Las noches son frías y llueve a menudo.
Él responde:
-Sí, pero sobre todo que no os vean. Y no diréis nada a nadie, ¿verdad? Ni siquiera a vuestra madre.
Le decimos:
-No nos verán, no le diremos jamás nada a nadie, y no tenemos madre.
Cuando volvemos con la comida y la manta, dice:
-Sois muy amables.
Le decimos:
-No queríamos ser amables. Sólo le hemos traído estos objetos porque usted los necesitaba. Nada más.
Pero él dice:
-No sé cómo daros las gracias. No os olvidaré nunca.
Sus ojos se llenan de lágrimas.
Le decimos:
-¿Sabe? Llorar no sirve de nada. Nosotros no lloramos nunca. Sin embargo, todavía no somos hombres, como usted.
Él sonríe y dice:
-Tenéis razón. Perdonadme, no lo haré más. Era debido al agotamiento.
[ob.cit. pág 42-43]
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