lunes, 6 de septiembre de 2010

LECTURAS: LA ÚLTIMA NOCHE EN TWISTED RIVER. JOHN IRVING

Un cocinero bajito y cojo, junto con su hijo son el eje de una historia que nace en 1954 en una explotación maderera y termina en otro lugar más allá del año 2000. No creo que esta reseña a modo de telegrama nadie se sienta interesado por leer La última noche en Twisted River, 2010; Círculo de Lectores. Claro que si sabemos que es de John Irving, que es garantía para algunos, ya se lee sobre seguro.

Las vicisitudes de un padre cocinero que ejerce en un campo de maderero y tiene que darle de comer a hombres rudos, que devoran más que disfrutan lo que comen; su hijo, adolescente que se sale de la norma porque le gusta leer y la amistad de nuestro cocinero con un ganchero, amistad que es más profunda y verdadera que cualquier relación de parentesco son los caminos donde se desarrolla esta historia.

Para las personas amantes de la cocina, Dominic Baciagalupo nos deja algunas recetas y trucos de cocina más propios de un chef de categoría que de un cocinero de una cocina de lo más rudimentaria. No dejen de leerla, seguro que encontraran en esta obra elementos suficientes para disfrutar de la lectura.

Les dejo con algunos párrafos. Que la disfruten.

El cocinero sabía por qué había llorado, y no tenía nada que ver con los “recuerdos”. En cuanto se le ocurrió la idea de viajar con su hijo para ver los Cheng en su restaurante de Connecticut, Tony Ángel supo que Daniel nunca encontraría el momento. El escritor era un adicto al trabajo; en opinión del cocinero, una especie de logorrea se había adueñado de su hijo. A Tony el hecho de que Daniel fuese a cenar solo al Avellino le parecía bien, pero el hecho de que su hijo estuviese solo (y probablemente siguiese siempre así) provocaba el llanto del cocinero. Si su nieto, Joe, le preocupaba –debido a todos los peligros obvios a los que un muchacho de dieciocho años sólo con suerte podía escapar-, por su hijo, Daniel, sentía lástima, ya que lo veía como un espíritu melancólico, víctima de una soledad terminal. “Es incluso más melancólico y solitario que yo”, pensaba Tony Ángel. [ob. cit. pág. 321]

[…] Los calamares que el cocinero preparaba para su hijo Daniel eran de los que se guisaban hasta la eternidad. Tony Ángel los coció lentamente con tomate en lata y pasta de tomate, y con ajo, albahaca, pimentó rojo picante y aceitunas negras. El cocinero añadió los piñones y el perejil picado muy al final, y sirvió los calamares sobre unas plumas, con más perejil picado a un lado. (Jamás con parmesano, los calamares no.) Después del plato de pasta serviría a Danny sólo una pequeña ensalada de rúcula, quizá un poco de queso de cabra; tenía uno de Vermont bastante bueno. [ob. cit. pág. 398]

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