Cuando abrí por primera vez la obra de Nikolái Lilin, Educación Siberiana, Salamandra, 2009 lo hice sin saber a que me enfrentaba. Por intuición y por una frase que encontré en la contraportada, que no suelo leer, “para leer este libro hay que estar dispuesto a olvidar las definiciones del bien y del mal tal como la conocemos”, me llevé el libro y lo devoré con fruición, aunque hay capítulos en los que la dureza del relato casi te lleva a leer las líneas pares para evitar tanta tragedia, tanto dolor y violencia.
La educación como elemento de cohesión y continuidad dentro de una comunidad que quiere ser poco permeable y mantener determinados valores por encima de cualquier injerencia es la referencia del texto de Nikolái Lilin. La comunidad Urca mantiene su hermetismo frente al poder soviético y antes al de los zares de Rusia, y lo hace con el mantenimiento de determinados valores y creencias que dan una figura como la del “criminal honesto”, que se mueve dentro de un mundo de valores y reglas muy estrictos tales como el respeto a los mayores, la creencia en la justicia divina y el honor, que no respeta vida ajenas o legitima la violencia frente a los enemigos.
Este mundo, el mundo de esta comunidad se nos presenta desde la óptica de un niño que vive todo un proceso de formación donde los mayores de la familia velan por su educación, estricta en normas que se visualizan desde que son niños. El rechazo al poder establecido y sus instituciones como la policía son repudiados sin ninguna excepción. El carácter autobiográfico de la novela le da un respaldo mayor a la narración y de ahí la cercanía que transmite.
Les dejo con algunos párrafos de esta más que recomendable novela. Que la disfruten.
“Recuerdo cuando recogieron de la calle el cadáver de Boris y lo llevaron a su casa. Era lo más triste que he visto en toda mi vida.
En la cara llevaba grabada una expresión de espanto y dolor que no le conocía. La camiseta de las palomas tenía orificios de bala y estaba ensangrentada. Aún sujetaba su gorra de maquinista. La posición del cuerpo causaba impresión: se había encogido como un recién nacido para morir. Se notaba que en los últimos instantes debía de haber sentido un dolor muy intenso. Tenía los ojos muy abiertos y vítreos, con expresión desesperada e inquisitiva, como si preguntaran: ¿Por qué me siento tan mal?
Lo enterramos en el cementerio del barrio.
A su funeral asistió un montón de gente de toda Transnistria. Se formó una larga fila desde su casa al cementerio y, conforme a una vieja usanza siberiana, el ataúd fue pasando de mano en mano hasta la tumba… La gente besaba la cruz. Lloraba, clamaba justicia con rabia. Su pobre madre lo miraba con ojos extraviados.
Al año las cosas empeoraron. La policía eliminaba a los criminales en pleno día, disparándoles en la calle. Cumplí mi segunda condena en la cárcel de menores, y al salir no reconocí el lugar donde había nacido. Desde entonces me han ocurrido muchas cosas y he vivido muchas experiencias, pero nunca dejé de pensar que la ley siberiana tenía razón: ningún poder político, ninguna fuerza impuesta con una bandera vale tanto como la libertad natural de un individuo. Como la libertad natural de Boris”. [Ob. cit. págs. 104-105]