Reconozco que no había leído nada de este autor, no tenía idea de su existencia, así que eso es lo primero que tengo que reconocer. Ahora bien, tengo que reconocer también que la curiosidad de mata cuando se trata de este tema, es decir estoy muy pendiente de lo que dicen otros lectores sobre sus preferencias y así ha ocurrido que en muchas ocasiones me han puesto sobre la pista de algún autor que no conocía o si lo conocía por referencias, éstas no eran muy convincentes.
En esta ocasión llego hasta Guido Ceronetti cuando leo un artículo de Enrique Vila-Matas y esa lectura actúa como “banderín de enganche”, porque habla de Ceronetti con pasión y la lectura que hace le llena, le colma lo que busca en la lectura.
No he tenido la oportunidad de leer Pequeño infierno turinés, pero como lo compara con Lisboa, diario de a bordo, Alianza editorial, 1997 de Cardoso Pires, ya es suficiente para mi, ya que hay muy pocos libros sobre ciudades que estén a la altura de obra de Cardoso, así que comienza la búsqueda de sus obra, y la primera que cae en mis manos es El silencio del cuerpo, Acantilado; 2006. Ya he leído algunas cosas y les dejo con algunas de las reflexiones de Guido Ceronetti. Espero que les resulten interesantes.
“La sangradura en la oreja aumenta la fuerza sexual viril (chiitas, turcos, filibusteros). El anillo en el lóbulo como emblema del macho fuerte. Hoy, de anarquismo un poco eunucoide.”
“No tuve nunca un dolor tan grande, decía Montesquieu, que no me lo quitara una hora de lectura. He aquí al verdadero literato.”
“Mumford sitúa las pirámides egipcias entre las megamáquinas de la antigüedad, productos de tecnología mortificante y necrófila. (Para su funcionamiento, bastaba con una momia.)”
“Si nos fuese dada la posibilidad de elegir: estar en el Hospital de Siena, con enfermedades y curas (y aguante físico) del siglo XIV, asistidos cada tarde por santa Catalina, criatura única, alto imán espiritual, o bien, en una moderna clínica con aire acondicionado, con enfermedades y tratamientos químicos y mecánicos de finales del siglo XX, limpiamente asistidos por dos o tres enfermeras lo suficientemente bien pagadas para no ser santas, pero carentes de fluido y oración, no alcanzo a adivinar quién puede elegir a Catalina. Ni siquiera el papa, por supuesto, preferiría el hospital de peregrinos a su equipada cliniquilla vaticana…”
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