La literatura concentracionaria siempre me ha llamado la atención y tiene un especial atractivo para mí por una doble razón. La primera es el testimonio más vital y más directo de quienes han caído en el yugo de los estados totalitarios, y como la maquinaria de exterminio y se pone en marcha para doblegarlos y convertirlos en “no humanos” degradando su condición hasta extremos inconcebibles. Es cierto que las grandes cifras impresionan: “seis millones de judíos son exterminados durante la segunda guerra mundial; millones de rusos desaparecen en el archipiélago gulags”. Algo parecido se podría decir del periodo de Mao en China o Pol Pot en Camboya o de las grandes matanzas en los alrededores de los Grandes Lagos en África.
Estas cifras estremecen, horrorizan, pero creo que lo que realmente llega al lector, a quien investiga es el relato individual. El conjunto de vivencias que nos transmiten el día a día, de las sensaciones que tiene por el hambre, el frío, los castigos, por el hecho de intentar vivir, sobrevivir con todos los elementos en contra.
El otro aspecto destacado es el estilo narrativo de quienes tienen valentía de escribir, superar la vergüenza, el miedo al retrato del degradado. Digo el estilo porque escribir del dolor, dolor personal, de transmitir las sensaciones que produce el hambre casi en el límite de la inanición, de la enfermedad que deteriora casi hasta el punto de desear la muerte, o del frío y sus terribles consecuencias. Cuando describir y contar sobre las propias miserias como lo hace Primo Levi, Jean Améry y otros que han contado en primera persona y con todo lujo de detalles sus sufrimientos, su deterioro físico y luego tener que soportar la carga por haber sobrevivido, sus textos están llenos de emoción, tragedia y grandeza, sobre todo grandeza, porque a pesar de todo el ser humano es fuerte, mejor muy fuerte porque se sobrepone a las condiciones que pueden parecer hasta inverosímiles.
En esta ocasión y mientras leo Relatos de Kolimá de Varlam Shalámov; Minúscula, 2007 me permito sugerir su lectura porque en un tono nada grave Shalámov nos cuenta de forma directa, con mucha naturalidad y en relatos cortos a modo de un diario la cotidianeidad de su existencia en Kolimá, región situada al este de Siberia donde el rigor del clima de la taiga y los trabajos en las minas y en la tala de bosques lo pone al límite de la existencia. Allí donde un trozo de pan, un poco de calor o una sopa caliente tienen el valor casi de la vida. Les dejo uno de sus relatos. Espero que les resulte interesante.
LA LECHE CONDENSADA
Del hambre, nuestra envidia era roma e impotente, como cada uno de nuestros sentidos. No teníamos fuerzas para los sentimientos, para buscar un trabajo más llevadero, para andar por ahí, preguntar, pedir… Sólo envidiábamos a quienes conocíamos, a aquellos que llegamos a este mundo, a los que habían conseguido entrar a trabajar en una oficina, en el hospital, en las cuadras, donde se libraban de las largas horas de trabajo físico agotador, ensalzado en los frontones de todas las puertas de los campos como algo noble y heroico. En una palabra, sólo envidiábamos a Shestakov.
Solo algo externo podía sacarnos de la abulia, apartarnos de la lenta y cada vez más cercana muerte. Una fuerza externa y no la interior. En nuestro fuero interno todo estaba quemado, vaciado; todo nos daba igual, no hacíamos planes para más allá del día siguiente.
Por ejemplo, en aquel momento lo único que yo quería era regresar al barracón, echarme en la litera, y en cambio me quedaba junto a la puerta de la tienda de provisiones. En la tienda sólo podían comprar los condenados por causas comunes, así como los asimilados a los “amigos del pueblo”, los ladrones reincidentes. Allí nada teníamos que hacer, pero no había modo de apartar los ojos de las barras de pan color de chocolate; el dulce y pesado olor del pan recién hecho nos cosquilleaba en la nariz –hasta la cabeza te daba vueltas con aquel olor-. Y me quedaba allí y no sabía cuando encontraría las fuerzas para irme al barracón, y miraba al pan. En aquel momento me llamó Shestakov.
A Shestakov lo conocía de Tierra Grande, de la prisión Butirka: estuve con él en la misma celda. No es que nos hiciéramos amigos, sólo éramos conocidos. En la mina Shestakov no trabajaba en la galería. Era ingeniero geólogo y lo cogieron para trabajar en las expediciones geológicas, es decir, en la oficina. El afortunado casi no se saludaba con sus conocidos de Moscú. Esto no nos ofendía; quien sabe lo que le habían ordenado. Además, como se sabe, cada cual cuida de su pellejo.
-Toma, fuma –me dijo Shestakov y me alargó un trozo de periódico, me echó majorka y encendió una cerilla, una cerilla de verdad…
Encendí el pitillo.
-Tengo que hablar contigo –dijo Shestakov
-¿Conmigo?
-Sí.
Nos alejamos tras los barracones y nos sentamos en el borde la vieja galería. Al instante sentí los pies pesados, en cambio Shestakov balanceaba alegre sus nuevos zapatos de reglamento, de los que me llegaba un ligero olor a aceite de hígado de bacalao. Los pantalones se le subieron y dejaron al descubierto unos calcetines ajedrezados. Yo contemplaba las piernas de Shestakov con verdadera admiración e incluso con cierto orgullo: al menos un hombre de nuestra celda llevaba peales. La tierra temblaba bajo nosotros por unas sordas explosiones; estaban preparando el terreno para el turno de noche. A nuestros pies caían en un tamborileo pequeñas piedras, grises e imperceptibles, como pájaros. […]
[…] –Tengo un mapa –dijo con voz indolente Shestakov-. Reuniré a unos cuantos, a ti te llevaré también, y me dirigiré a Fuentes Negras; estarán a unos quince kilómetros de aquí. Me haré con un salvoconducto. Y llegaremos hasta el mar. ¿Te vienes? […]
[…] -De acuerdo –dije abriendo los ojos-. Pero antes tendría que recuperarme, comer.
-Muy bien, muy bien. Seguro que te recuperas. Te traeré… conservas. Yo puedo…
Hay muchas conservas en el mundo: de carne, de pescado, de frutas, de legumbres… Pero la más maravillosa de todas es la de leche, la leche condensada. No hay que tomarla con agua hervida, claro que no. Hay que comerla a cucharadas […
-Mañana –le dije, perdiendo el aliento de la alegría-, que sean de leche…
[…] Me dormí, y en mi sueño famélico y deshilachado me vi ante el bote de Shestakov con leche condensada, una descomunal lata de conserva con una etiqueta de papel azul nublado. El bote enorme azul como el cielo nocturno […]
[…] Nos sentamos a la mesa del barracón, grande y bien lavada, y Shestakov sacó del bolsillo dos botes de leche condensada. Agujereé la lata con la punta de un hacha. Un espeso chorro blanco corrió por la tapa y cayó sobre mi mano…
[…] Todos se hallaban de pie y observaban como comía. En sus miradas no había falta de tacto ni se ocultaba la esperanza de que los invitara. A nadie se le ocurriría soñar siquiera que yo iría a compartir aquella leche.
[…] Me arrellané cómodamente y me dispuse a dar cuenta de la leche, sin pan, acompañándome de agua fría. Me comí los dos botes [...]. Shestakov me miraba comprensivo.
-Oye, ¿sabes? –Le dije limpiando la cuchara hasta la última gota-. Lo he pensado mejor. Hacedlo sin mí.
No cuento el final
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